Son ellos mismos, los «guachimanes» -que no necesitan letreros en la frente para comunicar estados de necesidad- los que entrando en confianza con interlocutores amigables y monetariamente solidarios sueltan prendas sobre la forma improvisada y mal pagada en que ingresan a la vigilancia y cuidado de bienes y de sus propietarios. Confiesan aceptar por extrema necesidad exponerse al desafío de cualquier delincuente sin más valor agregado que un uniforme que supuestamente los identifican como «miembros de la seguridad» sin previo rigor del entrenamiento para que esgriman escopetas sin riesgos para los demás y para ellos mismos. En principio están llamados a jugar un rol de protección adicional a ciudadanos y patrimonios ante el notable crecimiento de las fechorías y las evidentes limitaciones de la propia Policía esa que, por cierto, apresó con rapidez a todos los supuestos autores de un asalto bancario pero no sabe a dónde fue a parar el botín.
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Es ostensible (aunque mañana se quiera negar) la insuficiente supervisión y aplicación de regulaciones sobre los llamados guachimanes dependientes de compañías del ramo o contratados individualmente por establecimientos a los que sirven. Empleadores, unos y otros, que deben adherirse estrictamente a normas gerenciales que propicien adecuadas condiciones laborales e idóneas selección y preparación del recurso humano para que aquellos que pagan por ser asistidos por personal armado sientan que el amparo está garantizado.