REDACCIÓN.- Bajo el suelo helado de Groenlandia, donde el viento corta como un filo y la nieve nunca se derrite del todo, dos cazadores inuit tropezaron con un secreto que cambiaría la historia.
Era 1972 cuando, siguiendo las huellas de focas en la bahía de Uummannaq, notaron una pila de piedras que no encajaba en el paisaje. Al moverlas, apareció una túnica de piel endurecida por el frío… y luego, un rostro dormido.
Habían encontrado las momias de Qilakitsoq: ocho cuerpos perfectamente conservados por más de quinientos años. Seis mujeres y dos niños, una familia entera atrapada por el tiempo.
Entre ellas, una niña de apenas dos años con síndrome de Down, y un bebé que yacía aún sujeto al cuerpo de su madre, como si el último gesto hubiera sido un intento de protegerlo del frío.
Los científicos que analizaron los cuerpos descubrieron que no hubo violencia, sino enfermedades, hambre y el cruel destino de vivir en una de las regiones más inhóspitas del planeta.
El clima seco y las temperaturas bajo cero habían hecho lo imposible: preservar cada cabello, cada arruga, cada prenda de piel cosida a mano.
“Parecía que aún dormían”, escribió un arqueólogo al ver por primera vez los rostros. La madre sostenía a su hija con una ternura intacta, el mismo amor que desafió al tiempo y al hielo.
Hoy, esos cuerpos descansan en el Museo Nacional de Dinamarca, convertidos en testigos silenciosos de una historia que trasciende la muerte y el olvido.
Cinco siglos después, el mundo sigue mirando esas miradas congeladas, recordando que incluso en el lugar más frío del planeta, el amor fue lo último que se extinguió.


