Una banana y una cripto

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Justin Sun tiene 34 años, una fortuna de, cripto arriba, cripto abajo, 1.340 millones de dólares y un plátano pegado a la pared por el que ha pagado seis de esos millones. La obra del artista Maurizio Cattelan solo data de 2019, pero parece ya vieja, uno de esos chistes que pierden gracia con velocidad, un meme que se universaliza de manera instantánea, una broma con la que Cattelan y su marchante se han frotado las manos.

Justin Sun existe porque ese tipo de millonarios, al parecer, tienen que hacerlo y, sobre todo, porque ha decidido contarlo: frente a la ley no escrita de que los muy ricos de búnker y plaza recreativa en cohete callan sus secretos y silencian sus identidades, él anuncia a bombo y platillo cada capricho, y rentabiliza en visibilidad lo que pierde en dinero. Un total de 78,4 millones por una escultura de Alberto Giacometti son muchos, o pocos, o ya no sabemos lo que son. Nada en él suena real: reside en las Granadinas, huido de impuestos y de controles, pero al parecer es también primer ministro de la República Libre de Liberland, una micronación autoproclamada en la llanura del Danubio cuyas reservas se cuentan en criptomonedas.

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Justin Sun parece demasiado extravagante como para ser peligroso, y lo suficiente como para confundir sus antojos con manías de genio. Solo hay un problema: como la del plátano, han contado esa misma historia demasiadas veces. Es la misma de Elon Musk, la misma que narra Trump. Poseer un cargo en un país que no existe sonaría a chanza, pero como la banana de Cattelan no importa lo que es, sino lo que supone, y todo aquello a lo que dedica su tiempo y su dinero despierta ecos profundamente perturbadores: solo los muy ricos poseen la capacidad de convertir un bulbo de tulipán en 10.000 florines, y de hundir un país en la ruina sin ni siquiera encogerse de hombros. Y lo harán. Ya deberíamos saberlo.



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