#Salud: ¿Por qué hay personas a las que el estrés les da hambre y a otras se lo quita?

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El estrés es uno de esos compañeros incómodos que todos cargamos
a veces. Hay quienes apenas lo sienten y siguen con su día, pero
otros pueden notar fuertes cambios en su apetito. ¿Por qué estas
diferencias? La respuesta mezcla hormonas, historia personal y
hasta la forma en que el cerebro busca consuelo.

Cuando una persona está estresada, su cuerpo responde liberando
adrenalina y noradrenalina,
sustancias que preparan el cuerpo para reacciones rápidas frente a
una amenaza. Este estado de “alerta máxima” suprime temporalmente
el hambre, porque el cuerpo se centra en otras prioridades vitales.
Por eso, muchos notan que les “cierra” el estómago tras una mala
noticia o un sobresalto fuerte.

Pero si el estrés no desaparece y se convierte en un estado
diario, entra en juego una hormona diferente: el
cortisol. Este mensajero, producido por las
glándulas suprarrenales, persiste mientras el estrés se mantiene.
Sus efectos pueden ser muy distintos a la adrenalina. El cortisol
suele aumentar el apetito, especialmente por alimentos ricos en
azúcares y grasas. Es como si el cuerpo pidiera reservas para
enfrentar una supuesta amenaza continua que nunca termina.

Por qué todos
respondemos diferente

Existen personas que han aprendido desde pequeñas que comer
calma la ansiedad; en su infancia quizás recibir comida dulce era
una forma de consuelo. En cambio, algunas personas crecieron
reaccionando al malestar con menos apetito. Incluso los animales
muestran estas diferencias: algunos comen más cuando están en
peligro, otros menos.

Quienes son más impulsivos suelen buscar alivio inmediato en la
comida. Otros, más controlados, pueden experimentar una pérdida
total de interés por la comida, sobre todo cuando sienten que no
pueden controlar lo que ocurre.

Pero el estrés no solo altera el cuerpo, también activa zonas
del cerebro relacionadas con el placer y la
recompensa. Al comer algo muy sabroso, el cerebro
libera dopamina, una sustancia que genera
bienestar, aunque solo sea momentáneo. Por eso, para muchos, comer
alivia el
malestar emocional
.

Este ciclo puede convertirse en un hábito difícil de romper. El
cerebro aprende que, ante la presión o la tristeza, comer
proporciona alivio inmediato. Así se refuerza una rutina emocional
que muchas veces lleva a comer sin hambre real.

Freepik

Estrés agudo versus
estrés crónico

Si alguien enfrenta un susto breve o una mala noticia, es común
que se le cierre el apetito. Pero cuando la tensión se extiende
durante semanas o meses, lo más frecuente es que el cuerpo empiece
a desear más comida, sobre todo alimentos calóricos, y esto es
peligroso, porque puede llevar al aumento de peso y empeorar la
salud general.

Por otro lado, una minoría de personas mantiene la falta de
apetito a largo plazo bajo estrés crónico, aumentando el riesgo de
desnutrición y fatiga extrema.

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Entorno, emociones y
cultura

En sociedades donde la comida es fácil de conseguir, el estrés a
menudo lleva a comer en exceso. Pero en otros contextos, la
inseguridad alimentaria y el malestar económico acentúan la pérdida
de apetito. Además, la cultura moldea las respuestas: en algunos
países, comer ante la ansiedad es casi una costumbre social; en
otros, la reacción habitual es aislarse y dejar de comer.

Las emociones también importan, porque la
tristeza y la ansiedad llevan a
algunas personas a buscar alimentos reconfortantes. El miedo
intenso, en cambio, suele cortar las ganas de comer incluso a
quienes disfrutan comer habitualmente.

Estrategias
reales para controlar el apetito bajo estrés

Reconocer la relación entre estrés y apetito es el primer paso
para cuidarse. Los expertos recomiendan practicar
alimentación consciente: comer despacio, prestar
atención a las señales del cuerpo y elegir alimentos nutritivos,
incluso cuando el impulso es buscar comida chatarra.

Realizar ejercicio regular, hablar con amigos o familiares y
buscar actividades relajantes ayudan a reducir el apetito
emocional. En algunos casos, acudir a un profesional de
la salud mental
puede marcar la diferencia.

Cuidar la alimentación en tiempos de estrés puede parecer un
reto, pero no se trata de hacer cambios drásticos. Introducir
frutas, verduras y proteínas en la rutina diaria, dormir bien y
aprender a identificar el hambre real frente al emocional marcan la
diferencia. Apoyarse en gente cercana y no buscar la solución solo
en la comida ayuda a cortar el ciclo del apetito por estrés.

Aprender a identificar estos patrones puede mejorar no solo la
relación con la comida, sino también la calidad de vida y el
bienestar emocional a largo plazo.

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