La ocupación de terrenos desconociendo derechos ajenos en un país de notables alteraciones y agresión a la titularidad inmobiliaria no justificaría de todos modos, ni en caso alguno, incurrir en desalojos a deshoras a cargo de agresivos individuos en ropa civil e imprecisión de identidad. Tumbar los techos que la pobreza extrema levanta para sobrevivir en áreas suburbanas, y con sus ocupantes adentro, es pisotear seres y dignidades que no se pierden por estar pasando necesidades como ocurre con los que no tienen otro lugar para asentarse aferrándose a una subsitencia de agudas precariedades. De cómo pasar al dominio de lugares para nuevos fines sin causar sufrimientos ha dado ejemplos el propio Estado en importantes acciones para mejorías habitacionales en zonas deprimidas y el levantamiento de obras de interés social. Preavisa, indemniza y, de ser posible, da oportunidad de retornar a los espacios que puso en valor o a otros convenientes.
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Con ese mismo sentido de trato civilizado debe actuar también el personal a cargo de repatriaciones que aplica la ley contra la estada irregular de extranjeros en el territorio nacional. La razón y las normas institucionales están de su parte pero quedan fuera de lugar, y afectan la imagen del país, las extralimitaciones de ocasión lanzando cacerías callejeras atropellantes seguidas de congestionamientos insalubres de inmigrantes en edificios y vehículos de carga. El Estado ha debido ser resiliente y no lo es. Las constantes y objetivas críticas a excesos no logran detenerlos.