Con la llegada al Congreso del proyecto de ley que declara de interés nacional reformar la Carta Magna, toda individualidad, incluso la del Presidente Luis Abinader que lo propulsa, pasa a un segundo plano. Lo que sobrevenga de aquí en adelante con el texto, recibido con una aguda dispersión de posiciones, es de impredecible forma final y a lo sumo resultaría un estrambótico colage; o en el mejor de los casos, algo derivado del arduo limado de asperezas y transacciones. Un parto de paternidad indefinida. De renuncias a ideas preconcebidas, entre las cuales peligra incluso por desacuerdos, la de ir adelante en este momento con redefiniciones constitucionales; con disidencias de diferentes intensidad y que por mínimas que parezcan restarían legitimidad a una obra que debe ser fruto de una acentuada participación colectiva. De expresiones sectoriales de validación jurídica irrefutable: como si hubiese hablado el pueblo mismo a través de representaciones por democrática delegación.
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El sueño de una constitución perfecta y de aceptación popular está desafiado también por una autorizada reclamación de juristas de que la reforma que se hilvane sea necesariamente aprobada por un referendo en un país en el que el poder de convocatoria a los votantes está cada vez más en dudas. Mover a la gente hacia sufragios de gran pobreza motivacional podría reflejar con abstenciones masivas el rechazo a la modificación que le ponga la tapa al pomo. Para esto, no hay pasión partidaria motorizando a los ciudadanos.