Pedir perdón

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Me sorprende que López Obrador todavía no se haya disculpado públicamente por lo que hicieron sus antepasados. Su sangre es roja y de origen español, tiene la piel del color de los europeos, y sin embargo prefiere pedirle cuentas a Felipe VI. Quizás porque es más rubio, o sea, más nazi que él (entiéndase la ironía). 

Nuestros tatarabuelos —los de los españoles de hoy— permanecieron en la península, sufriendo los rigores y la sinrazón de la época —la monarquía absoluta, la aristocracia abusona, la iglesia inclemente, el hambre mortal, las enfermedades nefandas—, pero somos nosotros quienes debemos expiar las crueldades de los antepasados de López Obrador. Tampoco la nueva presidenta, Claudia Sheimbaum, parece haberse criado en las selvas de Chiapas, la verdad. Es judía asquenazi por parte de padre y sefardí por parte de madre, pero no ha pedido perdón por la penúltima atrocidad de Netanyahu. Cosas veredes, Sancho.

Naturalmente, nadie debería tener que disculparse por acciones que no ha cometido, tampoco un Estado como España por lo que hizo hace quinientos años un imperio que nada tiene que ver con la España actual, ni siquiera en su nombre: fue la Corona de Castilla quien rindió Tenochtitlán.

Hay un progresismo que es más bien regresismo, el pasado es su norte, y, como Kim Jong-un, cree en la culpa colectiva y hereditaria: el delito o la falta de un súbdito del tirano en Corea del Norte lo pagan hasta sus hijos; para cierta izquierda mexicana (y española) lo que hicieron o dejaron de hacer los antepasados de López Obrador lo debe pagar hoy el Estado español. 



Felipe VI, entregando las cartas credenciales al embajador de México en España, Quino Ordaz, en 2022.

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Es lícito denunciar, en clave histórica, la conquista española de América, se puede vituperar a Hernán Cortés y a Malinche, y subrayar su carácter cruel e inicuo. Se puede, incluso, rechazar todo el legado español y ensalzar el México precolombino como un paraíso perdido. Se puede opinar lo que sea sobre aquel choque de civilizaciones que dio lugar a México, pero pedir que la España presente se disculpe por aquellos sucesos resulta tan absurdo como exigir que Italia lo haga por las miles de crucifixiones de astures, cántabros y galaicos tras la conquista romana de la península ibérica. O esperar que Meloni devuelva el oro que el emperador Augusto extrajo y robó de las Médulas, allá en León.

Es curioso contemplar el gabinete de Claudia Sheinbaum. No hay indígenas de pura cepa. Todo lo más, mestizos. Da la impresión de que Sheinbaum, aunque mucho más progresista que todos nosotros y nosotras, solo dispone de amigos blancos en el país de los aztecas. Sería interesante conocer a su servicio doméstico. Su gabinete es como la televisión mexicana: los presentadores son en su mayoría blancos, mientras que entre el público el panorama cambia radicalmente. Más de dos siglos después de la independencia, la ausencia de pueblos indígenas —nahuas, mayas, zapotecos, mixtecos, tzotziles— en las esferas de poder es alarmante, pero, claro, la culpa se busca al otro lado del charco.

Aquella Sudáfrica terrible del Apartheid tenía una ventaja: la ausencia de hipocresía. Su racismo se reflejaba fielmente en las leyes y en los cartelones públicos que delimitaban las “white areas”. Era un racismo claro, cristalino. El peor racismo es el de esos países que prefieren mirar hacia su pasado para evitar enfrentarse a su presente y cuyos dirigentes limpian su conciencia inventándose polémicas con el Jefe de Estado de una nación que se encuentra a miles de kilómetros. Así que Sheinbaum, con su veto al rey español, en realidad y por la vía psicoanalítica, está vetándose a sí misma.

Los quinientos españoles que llegaron a México con Hernán Cortés deberían ser considerados como cualquier otra tribu de la época. Esos individuos y sus 16 caballos no derrotaron al poderoso imperio azteca por la gracia de Dios, sino por la cooperación de otras tribus oprimidas por los temibles aztecas —tan temibles, al menos, como los españoles de entonces. Siguiendo el razonamiento de la entente Obrador-Sheinbaum, ¿debería el Gobierno mexicano pedir perdón a los actuales tlaxcaltecas por las atrocidades cometidas por los antiguos mexicas durante siglos? Supongo que sí. Pero, en vez de leer el pasado como un espejo exacto del presente, López Obrador y Sheinbaum podrían comenzar disculpándose con su propio servicio doméstico por el lugar que ocupa no ya desde la independencia, sino a día de hoy. ¡Menudo progreso sería este!

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