**Por: Luis Ma. Ruiz Pou**
La participación activa en la vida política a través de un partido tiene como objetivo promover y defender ideales para modificar políticas públicas en beneficio del pueblo. El militante apoya a un candidato de su organización que aspira a la presidencia, cuyo programa de gobierno busca transformar la sociedad mediante acciones de políticas públicas.

En la democracia de contratos y licitaciones, el verdadero partido carece de siglas y colores: se denomina ‘sector privado organizado’. Mientras los militantes recorren barrios, imprimen afiches y distribuyen discursos, los estrategas clave de la victoria no sudan en mítines ni madrugan para pegar carteles. Ellos financian.
El activista político, ese idealista que confía en la transformación social desde el Estado, milita con la esperanza de que su candidato cumpla el programa gubernamental prometido en campaña. Considera su esfuerzo una inversión ética, pero en la práctica, su labor se asemeja más a la del chinero: ‘pelando para que el otro la chupe’.
Cuando el partido triunfa, no son los activistas quienes ocupan los puestos de poder. Son los empresarios. Ellos no participaron en campaña, pero sí la financiaron. No caminaron por los barrios, pero firmaron los cheques. Y como todo préstamo, el financiamiento político conlleva intereses. Altos. Muy altos.
**El Estado como botín**
La recompensa no es ideológica, sino presupuestaria. El Estado se convierte en un mercado cautivo, donde contratos de obras públicas, compras gubernamentales y concesiones se distribuyen entre quienes supieron invertir a tiempo. Lo logran alterando pliegos de condiciones, diseñando licitaciones a medida de sus empresas y excluyendo a la competencia con requisitos imposibles. No lo llaman corrupción, sino ‘eficiencia’.
Si el gobierno electo no salda la deuda política o incumple las cuotas de poder prometidas, entonces conspiran. El partido es irrelevante. Son corchos: flotan en todos. Cambian de color, pero no de intereses. Su lealtad no es ideológica, es contable.
**El activismo como simulacro**
Mientras tanto, el activista persiste en su fe. Cree que milita por un proyecto de país, cuando en realidad lo hace por un proyecto de negocios. Cree que su candidato es un reformador, cuando en realidad es un deudor. Cree que la política es un espacio de transformación, cuando en realidad es una oficina de cobranzas.
Elección tras elección, el ciclo se repite: los activistas venden sueños, los empresarios compran poder y el pueblo paga la factura.
**¿Y si cambiamos el guión?**
Quizás sea momento de invertir los roles. Que los activistas aprendan a leer balances, rastrear el dinero y denunciar las alianzas tóxicas entre el poder político y económico. Que la militancia no sea solo ideológica, sino también fiscalizadora. Que el voto no sea un cheque en blanco, sino un contrato con cláusulas éticas.
Si no modificamos las reglas del juego, seguiremos como el chinero: ‘pelando para que otros las chupen’. Y el jugo, como siempre, lo beberán los mismos. Por ello, es preferible ser militante de asociaciones empresariales que de partidos políticos.
**REDACCIÓN FV MEDIOS**


