#Mundo:Rusia, otro año a punto de tomar Pokrovsk #FVDigital

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A pesar de los esfuerzos de Donald Trump —que, de manera consciente o inconsciente, hace todo lo posible por ayudar a Putin a ganar su guerra— el año termina en Ucrania casi como comenzó: con Rusia a punto de tomar Pokrovsk.

Habrá —porque tiene que haber de todo— quien interprete este hecho como una confirmación de la enorme capacidad ofensiva del ejército de Putin. Si lleva un año entero así —defenderán los rusoplanistas— es porque sus éxitos no son flor de un día. ¡Vaya tontería! Dirá el lector. Y sí, así expresado, parece que lo es. Pero son muchos, y no precisamente los rusoplanistas, los que construyen sobre el mismo razonamiento una teoría de la guerra que es precisamente la que Putin quiere que creamos: que la prolongación de la guerra es una buena noticia para Rusia, que tiene más capacidad para resistir.

El caso es que el argumento es antihistórico. Es verdad que Rusia tiene más población y más recursos que Ucrania. Sin embargo, la prolongación de la guerra supuso la derrota de los EE.UU. en Vietnam, de la URSS en Afganistán, de la OTAN también en Afganistán o de la propia Rusia de Putin en Siria. Mucho más que en Ucrania, donde los drones mantienen la línea del frente bastante estable —desde Bajmut, hace ya casi tres años, las tropas de Moscú todavía no han sido capaces de conquistar ninguna ciudad de tamaño medio— las grandes potencias derrotadas en Vietnam, Afganistán o Siria fueron de victoria en victoria hasta la derrota final. Y no, no fue que se les terminaran la población o los recursos. Lo que les faltó fue algo todavía más importante: la voluntad de vencer.

Volvamos atrás casi cuatro años en nuestro calendario, hasta el día en que comenzó la guerra de Ucrania. En aquel momento, las posibilidades militares se reducían a dos: la victoria militar del ejército invasor o la situación que en su día definí como de “tablas sin gloria”: el final de las hostilidades —en cualquier fase de las operaciones diferente de la victoria total deseada por Putin— forzado por el cansancio del pueblo ruso. La tercera alternativa, la victoria militar de Ucrania, solo habría sido posible con una intervención más decidida de los aliados de Kiev, cuyas consecuencias podrían haber sido peores que la propia guerra.

Cuatro años después, las posibilidades siguen siendo las mismas. Así pues, el que la contienda se alargue no solo no favorece a Rusia, sino que otorga a Ucrania su única posibilidad de salvar los muebles y sobrevivir como nación independiente. Zelenski, con el prudente y contenido apoyo que, después de la traición de Trump, ya solo le da la Unión Europea, no puede derrotar al monstruo. Solo puede rendirse o resistir, y que resista no es una buena noticia para Putin —como él intenta que creamos, precisamente para erosionar esa voluntad de vencer que necesitan Ucrania y sus aliados— sino todo lo contrario.

¿Cuánto tiempo más tiene que aguantar Ucrania para firmar esas “tablas sin gloria” que, disculpe el lector la insistencia, es a lo máximo que desde el punto de vista militar puede aspirar en esta contienda… pero que certificaría para siempre su independencia de Moscú? Putin, desde luego, no va a dar un paso atrás. Le va en ello el poder y, seguramente, también la vida.

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La mala noticia es que el dictador solo tiene 72 años. La buena es que cada año cumple uno más. Si Ucrania resiste hasta que él falte, se abrirá una ventana de posibilidades. Su sucesor podrá alzarse hasta su sillón enarbolando la bandera de la guerra o, como en su día hizo Gorbachov, a caballo del descontento de un pueblo que no puede manifestarse en la calle —las cárceles rusas son muy disuasorias— pero que poco a poco ve deteriorarse sus condiciones de vida. En cualquier caso, quien quiera que sea el que en su día suceda a Putin, tendrá más libertad de maniobra para negociar unas condiciones de paz menos exigentes que la rendición incondicional a la que el actual propietario del Kremlin ha decidido ligar su destino.

Largo me lo fiais, dirá el lector. Efectivamente. Pero para Zelenski y, sobre todo, para el pueblo ucraniano no hay alternativa. Tienen que resistir o enfrentarse al dilema que ya han vivido sus compatriotas en las regiones ocupadas: aceptar el pasaporte ruso y permitir que Putin reclute a sus hijos —lo que, por cierto, es un crimen de guerra— o marcharse y dejarse arrebatar todo lo que poseen.

Son los ucranianos, los que pagan el tributo de sangre, quienes tienen que tomar la decisión. Pero su sacrificio, como el de los espartanos en las Termópilas, nos defiende a todos los europeos. A nosotros nos toca asegurarnos de que, si ellos eligen luchar, no les falten los medios.

Me gustaría creer que, el año que viene, los españoles nos vamos a esforzar un poco más en esta tarea. Aunque solo sea porque, si Ucrania cae, el lobo ruso, borracho de gloria, se volverá más agresivo —no recuerdo, ni en la historia ni en la naturaleza, ninguna ocasión en la que ocurriera lo contrario — y nosotros veremos sus orejas 1.000 kilómetros más cerca. 



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