Donald Trump ha mostrado uno de sus ataques típicos de furia. En esta ocasión, no tanto por el fracaso de las negociaciones con Putin en la búsqueda de una salida para la guerra entre Rusia y Ucrania, ni tampoco ante las noticias que recoge la prensa sobre la pérdida de su protagonismo popular ante la simpatía popular que ha despertado en todo el mundo, y especialmente en los Estados Unidos el nombramiento de León XIV como el primer Papa norteamericano.
Esta vez, su enfado va contra el cantante Bruce Springsteen, que acaba de sacar al mercado un disco, al que los expertos auguran otro éxito, en el que según parece se incluye alguna frase, que no es que le disguste, sino que le indigna. Hasta ahora la música era un arte que se extendía por los cinco continentes y unía a los pueblos y creaba alegría. Eran otros tiempos. El presidente todopoderoso la utilizaba como atractivo de sus casinos para desplumar a sus clientes. Algunos de sus seguidores aseguran que siempre le ha gustado y que lleva sintonizada en su automóvil, otros, en cambio, recuerdan que se pasa las horas hablando por teléfono, antes sobre la marcha de los negocios, ahora sobre asuntos diplomáticos.
Pero como todo lo bueno sienta cátedra, en Europa y especialmente en España, también la música se ha incorporado a la actividad política y a la diplomacia, como hemos visto con el reciente Festival de Eurovisión. Este ha pasado de ser una competición musical con muchos intereses discográficos ignorados, pero también políticos, a una tapadera o distracción de otros asuntos, desde la deplorable guerra de la Franja de Gaza —que tanto está dando que lamentar, aumentando las víctimas cotidianas—, a facilitar que olvidemos otros problemas como los escándalos de corrupción en otras latitudes. Ya se sabe que la música resucita a los muertos.