#Mundo:de las palabras a los hechos |La opinión de Juan Rodríguez Garat #FVDigital

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No tiene desperdicio el nuevo documento de Estrategia Nacional de Seguridad firmado por el presidente Trump. Habrá quien ponga el acento en el desprecio con el que el magnate trata a Europa o en el derecho que se arroga a limitar la soberanía de sus vecinos en el continente americano. Pero lo que a mí me llama la atención, por encima de la reiterada demostración de un supremacismo que, en el fondo, siempre ha estado ahí, es el cambio que supone en la percepción que los EEUU tienen de sí mismos.

Hay un largo camino desde la doctrina del “destino manifiesto” que, hace casi dos siglos, justificaba el intervencionismo norteamericano por el mandato divino de llevar la democracia y su propia interpretación del cristianismo al mundo alrededor —no han faltado norteamericanos que creían en ella y que dieron su vida por ese ideal— hasta la doctrina de Trump, que nada tiene de altruista: “Fharemos una América más segura, más rica, más libre, más grande y más poderosa que nunca”.

¿El mismo perro, entonces, con un collar diferente? No lo creo. Las razones importan, incluso cuando solo sirven como pretextos para una política decidida de antemano, porque influyen en toda la cadena de decisiones que determinan cada hecho concreto, bueno o malo. Cuando Putin llama terroristas a los militares ucranianos sabe que provoca crímenes de guerra y eso es algo que, seguramente, tampoco se le escapa a Trump.

Permita el lector que, como botón de muestra, dirija su atención al reciente asesinato de dos narcotraficantes cuando, destruida su embarcación, se agarraban a los restos que quedaban a flote para salvar sus vidas. Tanto Trump como su incompetente secretario del Departamento de la Guerra niegan haber dado la orden, y puede que sea verdad. El almirante Bradley, un oficial que hizo casi toda su carrera en los SEAL —pero, en último término, un marino— fue al parecer quien tomó la decisión final. Pero es difícil explicar como un hombre de mar puede haber llegado a tal extremo.

La mar es, para la mayoría de los marinos, un enemigo común. Un medio hostil que, si no nos ahoga, nos mata de frío o de sed. Existe, por ello, una obligación de rescatar a los náufragos que es tanto legal —el artículo 98 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar establece el deber de prestar auxilio “a toda persona que se encuentre en peligro de desparecer en el mar”— como moral.

Poniéndome en la piel del almirante Bradley, me cuesta entender que un oficial de la US Navy, una marina amiga en cuyos barcos he pasado largos períodos de navegación compartiendo experiencias y valores, se haya manchado las manos disparando sobre dos supervivientes del ataque a una embarcación, por mucho que seguramente —aunque no sirva de prueba, no se me ocurre otra razón por la que pudieran arriesgarse a navegar a gran velocidad bajo la vigilancia de los buques de Trump — se trataba de verdaderos narcotraficantes.

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El magnate justifica los ataques a estas embarcaciones con una declaración de guerra al narcotráfico. Es una guerra que nunca aprobará el Consejo de Seguridad de la ONU, pero que el magnate dice librar en legítima defensa del pueblo norteamericano. Pero, incluso si aceptamos ese pulpo como animal de compañía —y ya es mucho aceptar— la legítima defensa no ampara el asesinato. Parece bastante obvio que las condiciones que las leyes y el buen juicio exigen para la aplicación de este concepto —necesidad, proporcionalidad e inmediatez— no se dan cuando lo que queda después de un ataque a una embarcación son dos personas, por malvadas que puedan ser, en peligro de desaparecer en el mar.

“Si de lo que se trata solo es de hacer América más grande, poderosa o rica —una meta ajena al concepto de humanidad, que también firmarían para sí mismos los cárteles del narcotráfico— es fácil que las barreras éticas desaparezcan”

Sigamos aceptando las tesis de Trump: se trataba de soldados de un ejército enemigo. Si fuera así, la US Navy tiene todo el derecho a atacar sus embarcaciones… y hasta puede justificar la muerte de los miembros de los cárteles —transformados por decisión del propio Trump en terroristas como Bin Laden— mientras están en condiciones de combatir. Sin embargo, también los soldados tienen sus derechos, codificados en los Convenios de Ginebra. Cuando están heridos o inermes, está prohibido rematarlos. De hecho, el magnate no se atrevería a dar la orden de asesinar a los sobrevivientes de un ataque como ese si, en lugar de embarcaciones en alta mar, fueran coches en sus propias carreteras.

Volvamos a la nueva Estrategia Nacional de los EEUU, Sin conocerlo personalmente, intuyo que es poco probable que el almirante Bradley hubiera ordenado rematar a los narcotraficantes si creyera luchar por el protestantismo o la democracia. Ni siquiera Hitler dio orden a sus marinos de asesinar a los náufragos de los buques atacados por sus submarinos. Los crímenes de guerra que conocemos por el cine fueron decisiones de comandantes individuales, y el gran almirante Dönitz fue absuelto en Nuremberg de haberlos propiciado. En cambio, si de lo que se trata solo es de hacer América más grande, poderosa o rica —una meta ajena al concepto de humanidad, que también firmarían para sí mismos los cárteles del narcotráfico— es fácil que las barreras éticas desaparezcan.

Extrapole el lector lo ocurrido en las aguas del Caribe al escenario que más le preocupe y verá lo que puede ocurrir en el mundo cuando de las palabras de alguien como Donald Trump se pasa a los hechos. Es mejor que estemos preparados.



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