A cientos de metros de profundidad, en túneles cavados en la tierra que llegan hasta donde escasea el oxígeno y el calor es tan sofocante que da náuseas, los martillos taladran en busca de algo verde que brille. Las manos que sujetan esas herramientas son las de un grupo de 200 mujeres colombianas que se abren paso, a la caza de esmeraldas, en un mundo tradicionalmente de hombres.
La esperanza de encontrar una gema que les solucione la vida o que, al menos, dé de comer a su familia las empujó a dedicarse a la extracción de esa piedra preciosa, icónica de Colombia, que es reconocida por su valor y particular calidad en todo el mundo. Lo que no equivale a que sea una fuente de riqueza para todos.
“Hay días, semanas, meses y hasta años que uno no hace ni siquiera un millón de pesos (253 dólares)”, cuenta Yaneth Forero, una minera de 52 años y madre soltera de cuatro hijos, fuera de un socavón que ella misma abrió con ayuda de herramientas de hierro y explosivos.
“Aquí la vida es dura, a pesar de que es un sitio donde han salido esmeraldas para Dubái, de calidad”, recalca.
Varias de las esmeraldas más grandes del mundo son colombianas. En 1995, el país obtuvo un Récord Guinness por el mayor cristal extraído hasta esa fecha con un peso de 7.025 quilates (1,4 kilos). Colombia es un referente mundial en producción, aunque por debajo de Zambia. Exportó 122 millones de dólares en esas piedras preciosas en 2022, según la Federación Nacional de Esmeraldas de Colombia.
En el poblado de Coscuez, donde se ha concentrado la extracción nacional, todos sueñan con encontrar la gema que cambie su suerte. En la localidad, de la región de Boyacá a 200 kilómetros de Bogotá, la economía gira en torno a las esmeraldas. En la zona se habla de una persona que halló una valorada en 177.000 dólares y se fue del pueblo.
Forero guarda en su casa decenas de “morrallas” de esmeralda —opacas y pequeñas de bajo precio— que ha reunido en tres meses de trabajo. Calcula que podría recibir unos 76 dólares en total. Con ese dinero no puede sostenerse, porque está a cargo de su madre y de su padre, quien depende de un balón de oxígeno por el daño que provocó la minería en sus pulmones. Así que busca otras fuentes de dinero en oficios domésticos.
Las grandes empresas que operan en el occidente de Boyacá, al centro del país, hacen inversiones de millones de dólares y encuentran piedras de gran valor. Pero la búsqueda no es fácil en la minería informal a la que se dedican las mujeres sin más tecnología que un martillo industrial y pólvora.
Las mineras venden lo que encuentran en los socavones a comerciantes. Es una economía particular. Sin certeza de cuándo encontrarán esmeraldas y con escaso dinero, hay intermediarios que les financian herramientas de trabajo o recursos para alimentos con la condición de que tendrán la prioridad a la hora de comprar.
Un hombre saca de su bolso tres kilos de esmeraldas opacas en una mesa, como las que encontró Forero. Enseguida, otro comerciante pone en una balanza “quilatera” —para pesar en quilates, la medida que se usa en joyería— apenas una docena de pequeñas piedras brillantes y transparentes. Pese a la diferencia en cantidad, su precio puede ser más elevado por la calidad: 3.800 dólares.
Sin sueldo fijo ni derechos laborales, las 200 mujeres se han organizado en la Asociación de Mujeres Guaqueras de Coscuez y piden a las autoridades que las reconozca como mineras artesanales.
En Colombia, el subsuelo es del Estado, por lo que su explotación requiere permisos. Se han otorgado 990 títulos para esmeraldas y hay otras 576 solicitudes en espera, según un informe de 2023 de la Agencia Nacional de Minería.
Luz Myriam Duarte Ramírez, presidenta de la Federación Nacional de Minas de Colombia, asegura que están pidiendo al Gobierno la legalización de cinco minas —de más de 30 en Coscuez— que están bajo control de mujeres como Forero.
Ellas representan un 54% de la fuerza laboral en minería artesanal, más de 60.600 mujeres, la mayoría dedicadas a la extracción de oro, plata y platino y en menor medida a piedras preciosas, según datos entregados por el Ministerio de Minas a la AP.
Hace unas tres décadas eso era impensable. Las mineras de más trayectoria cuentan que antes se creía que si se acercaban a las minas, las piedras preciosas se “escondían”.
“Era puro machismo, no nos querían ver trabajando” en los socavones, recuerda Carmen Alicia Ávila, de 57 años, dedicada a la minería desde hace 38.
La situación cambió con los años cuando se superaron las “guerras verdes”, en las que murieron más de 3.000 personas entre las décadas de 1960 y 1990, al firmarse la paz entre grupos de esmeralderos enfrentados por el control de la producción.
Ávila cuenta que algunas mujeres eran violadas o tocadas, por un poco de tierra en la que creían que podría haber esmeraldas.
Su cotidianidad hoy sigue siendo ruda, sobre todo para las que además se encargan del cuidado de sus hijos y del hogar.
Flor Marina Morales relata que solía llegar a las tres de la mañana y luego seguir despierta para enviar a sus hijos al colegio.
“Acá se desgasta una por las trasnochadas, el frío y el hambre. Pero estoy muy contenta, porque sé que mis hijos no se incluyeron en esto”, admite Morales. Sólo cursó hasta tercero de primaria. Su hija es psicóloga y su hijo, estudiante de abogacía.
Para entrar a las minas, las mujeres se alistan con botas de caucho, cascos con linterna y un martillo industrial, al igual que los hombres. Algunas deben subir por la montaña con cuerdas hasta la entrada de los socavones. Al ingresar al estrecho túnel, en fila, se desvían por las ramificaciones donde continúan taladrando la montaña. La tierra y rocas que se desprenden son acumuladas en carros que son llevados al exterior de la mina.
Una parte de esa tierra la lavan en mallas y la separan buscando el brillo verde. Lo que encuentran lo ponen en un paño blanco, lo ofrecen a un comerciante y la ganancia —así sea de unos dólares— es repartida equitativamente entre el grupo de mujeres presentes.
De “enguacarse”, como dicen cuando encuentran esmeraldas de alto valor, Forero compraría una casa y un negocio que la alejase de las minas. Pero cuando la búsqueda es infructuosa se siente impotente. “Digo: ‘Señor, en la biblia está escrito que todo trabajador es merecedor de su salario…’, pero desafortunadamente no he tenido una buena conexión con el de arriba”.
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