Quien ofende se denigra a sí mismo; tarde o temprano sus desaciertos se convierten en un bumerán que termina perjudicándolo. Y, para puntualizar, pues es el enfoque de este artículo, la historia nos enseña que mientras más conocido o poderoso es el que agravia, más demoledoras serán las consecuencias de sus insultos.
En el liderazgo político, por los siglos de los siglos, los ejemplos abundan, reconociendo que, como nos dice el refrán español, “no son todos los que están, ni están todos los que son”; también sé que quienes imponen las reglas del juego en el momento pueden tergiversar la verdad, adornar la mentira o inventar escenarios, con el objetivo de hacernos creer lo que les conviene.
En el siglo pasado, como muestra, varios líderes políticos se vistieron de bravucones, humillaron con palabras y acciones a pueblos y a particulares por el hecho de que tenían ideología, credo o color de piel diferentes, y las denostaciones abarcaban a los que defendían la innegable, noble y justa conclusión de que todos los seres humanos somos iguales.
Otros, para continuar arriba, se pasaron de contentos, amenazaron o calumniaron a potencias económicas y militares o incluso a naciones cercanas, con la fatua idea de que con ello mantendrían el dominio de su país.
En varios casos el fin de estos personajes fue trágico o entre rejas: Benito Mussolini, en Italia; Adolf Hitler, en Alemania; Nicolae Ceaucescu, en Rumanía; Rafael Leonidas Trujillo, en nuestra patria; Anastasio Somoza, en Nicaragua; Manuel Antonio Noriega, en Panamá; Muamar el Gadafi, en Libia; Sadam Huseín, en Irak…
Hoy la diplomacia es vital para mantenerse en el poder o para alcanzarlo. Una palabra desacertada, hasta un gesto indebido, puede ser fatal para lograr estos objetivos, sobre todo ahora con las inmisericordes e incontrolables redes sociales.
En esencia, el buen político debe saber callar. ¡Cuántos de renombre han perdido excelentes oportunidades para fortalecer su carrera porque se comportaron como auténticos deslenguados! ¡Qué diferente si hubiesen cerrado la boca cuando se les pidió opinar sobre alguien o algo o cuando nadie les solicitó que la abrieran!
Si usted, político que dirige un Estado o lo que sea, no puede decir algo constructivo, le sugiero que enmudezca, que no invente; quédese tranquilo, que puede hacer el ridículo y fracasar en sus propósitos.
Dicen que un ciudadano cuestionó a Albert Einstein sobre cuál era el secreto del éxito. El científico, sin inmutarse, le escribió en un papel la siguiente fórmula: A=X+Y+Z.
–¡Magnífico! –exclamó el preguntón– ¿Y esa fórmula?
–Muy sencillo –dijo Einstein– “A” es el éxito, “X” el
trabajo, “Y” la suerte.
–¿Y la “Z”?
–La “Z” es el silencio.