La Restauración: más que una guerra, un recordatorio de quiénes somos

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El 16 de agosto de 1863, en el cerro de Capotillo, catorce hombres levantaron la bandera dominicana y encendieron la chispa de la Guerra de la Restauración. No se trató de un acto simbólico más: fue la demostración de que un pueblo, aunque empobrecido y diezmado, no estaba dispuesto a vivir como súbdito de una potencia extranjera.

Tras la anexión a España en 1861, muchos pensaron que el camino de la República había terminado. Sin embargo, campesinos, artesanos y soldados, guiados por líderes como Gregorio Luperón, decidieron que la independencia debía recuperarse a cualquier precio. La Restauración no fue una guerra de élites, sino del pueblo que se levantó desde las montañas del Cibao, con machetes, fusiles viejos y un propósito: reconquistar la patria.

Su desenlace, con la retirada de las tropas españolas en 1865, no solo selló la soberanía, sino que nos dejó una lección permanente: la identidad dominicana se forjó en la resistencia. No bastó con proclamar la independencia en 1844, hubo que defenderla veinte años después con igual o mayor sacrificio.

Hoy, cuando hablamos de la Restauración, no deberíamos verla como un capítulo aislado en los libros de historia. Es, más bien, un espejo incómodo: ¿cómo honramos ese legado en un tiempo en que la soberanía se pone a prueba de formas más sutiles? La dependencia económica, la presión de las potencias y las debilidades institucionales son recordatorios de que la lucha por la autodeterminación no terminó en 1865.

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La Restauración nos enseña que un pueblo consciente de su dignidad es capaz de enfrentar cualquier poder, incluso cuando parece imposible. Y nos interpela a preguntarnos: ¿estamos defendiendo con la misma convicción los intereses nacionales?

La guerra terminó hace 160 años, pero la idea de restaurar la patria —de levantarla, cuidarla y afirmarla— sigue siendo un desafío vivo.

REDACCIÓN FV MEDIOS