La  implementación fallida de la FAFSA perjudicó a familias como la mía

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Sentada a la mesa del comedor, marqué el número gratuito, esperando que hoy fuera el día en que alguien realmente contestara. En cambio, escuché las palabras que han resonado en mis oídos durante los últimos meses. La línea de ayuda estaba experimentando un gran volumen de llamadas. Vuelva a llamar más tarde, instaba el mensaje automático antes de terminar con un brusco “Adiós”.

Cuanto más escuchaba ese mensaje, más ansiosa me ponía.

Sabía que no estaba sola en esta experiencia y eso de alguna manera me  hizo sentir peor. Miles de estudiantes de último año de secundaria que necesitaban asistencia financiera para ir a la universidad no pudieron completar la solicitud de ayuda federal; la misma solicitud que el Departamento de Educación de Estados Unidos insistió en que ahora era “más rápida y más fácil” de completar.

 “Más rápido y más fácil” no serían las palabras que usaría para describir la experiencia de mi familia con la solicitud, ampliamente conocida como FAFSA. Todo se debe a nueve pequeños dígitos que no todos los familiares de un solicitante  tienen: un número de seguro social. Los padres que no lo tienen no podían, primeramente, enviar   el formulario requerido.

La FAFSA, que normalmente se abre en octubre, se pospuso en medio de las actualizaciones y se publicó a finales de diciembre. Esto retrasó el proceso para todos los que solicitan ayuda financiera federal, no solo para las familias en las que no todos los miembros cuentan con un número de seguro social. Pero una vez que la solicitud finalmente se puso en marcha, muchos estudiantes que buscaban ayuda se sintieron aliviados.

En ese momento, a aquellos con un padre indocumentado se les pidió que llamaran a un número del gobierno federal para verificar la identidad de sus padres.

Así fue como me encontré memorizando ese exasperante mensaje automático que terminaba con un “Adiós”. Después de marcar el número más de 20 veces en el lapso de un mes, un día recibí una respuesta. Estaba sentada en la oficina de mi consejero universitario. Me sorprendió escuchar la voz de una mujer al otro lado de la línea. Le expliqué la situación de mi familia de la manera más clara y concisa que pude. La mujer me dijo que mis padres necesitaban hacer la llamada ellos mismos o estar presentes, algo que resultó difícil de hacer durante su jornada laboral.

La llamada terminó ahí y regresé a clase. Inspiré y exhalé, tratando de sacar la FAFSA de mi mente. Pero al igual que la llamada telefónica, era desesperanzador. Me senté en clase, sin hacer ningún movimiento para acomodarme.

“¿Entonces, cómo te fue?” me preguntaron mis amigos  discretamente.

 “Dijeron que no puedo hacerlo”, respondí, dándome cuenta en ese   momento del estado emocional en que me hallaba.  

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. No eran lágrimas de tristeza ni siquiera de desesperanza; eran lágrimas de rabia. Estaba enojada -estoy enojada- por la confusa solicitud y el menosprecio  por miles de estadounidenses de primera generación.

El estrés estaba escrito en mi rostro y, cuando mi maestra se acercó para ofrecerme palabras de amabilidad y aliento, traté de mirar hacia el futuro cuando finalmente mi FAFSA estuviera completa.

Después de la cobertura mediática negativa sobre la fallida implementación de la FAFSA, el gobierno tomó medidas para corregir sus errores, pero tomó meses. Pasaron el proceso de verificación al correo electrónico. En ese momento, se nos pidió que enviáramos por correo electrónico pasaportes, licencias de conducir y facturas con el nombre y la dirección de mis padres. El proceso de verificación pareció interminable hasta principios de marzo, cuando finalmente se comprobó la cuenta de mis padres.

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Una vez que recibí ese correo electrónico, inicié una sesión lo más rápido que pude, agradecida de que este proceso casi  terminara. Pero incluso con las cuentas de mis padres verificadas, el portal apareció en blanco, lo que una vez más me impidió enviar mi FAFSA. Sentí que mi cuerpo se calentaba y mi cara se ponía roja brillante. Había realizado todos los pasos correctamente. Pensé que finalmente saldría del laberinto de la FAFSA. Estaba equivocada.

Con solo unas pocas semanas para decidir dónde pasaría los próximos cuatro años de mi vida —la fecha límite para comprometerme con una universidad es el 1 de mayo–, la FAFSA parecía mi peor enemigo.

No fue hasta principios de abril, después de meses de llamadas telefónicas, trámites y reuniones con mi consejero universitario, que finalmente pude presentar el formulario de ayuda federal. Mi solicitud ya está recibida y eso es un alivio. Pero como muchos otros estudiantes en la misma situación, me pregunto si alguna vez sabré cómo serían mis paquetes de ayuda financiera en algunas de las escuelas en las que fui aceptada.

Incluso con todos los obstáculos que he tenido que afrontar estos últimos meses, soy una de las afortunadas. Recientemente, dos universidades privadas de artes liberales me ofrecieron becas, lo que me permitió evitar por completo el proceso de ayuda gubernamental. Es gracias a estas becas, y sólo a ellas, que el estrés de la FAFSA no se cierne sobre mí. Pero mi buena suerte me hace pensar en los otros estudiantes de primera generación que no tienen estas opciones.

Al provenir de un hogar de inmigrantes, supe desde que era niña que mi familia y nuestras experiencias no eran como las de la mayoría de mis amigos. Lo sabía cuando mis amigos hablaban de sus vacaciones en el extranjero o cuando sus padres asistían a las conferencias de padres y maestros. Las diferencias se hicieron especialmente evidentes durante el proceso de solicitud de ingreso a la universidad.

Recuerdo estar sentada con mis amigos en la escuela mientras expresaban su alivio por haber terminado con sus solicitudes, ensayos personales, trámites y FAFSA. Ahora todo lo que tenían que hacer era esperar. Todos estuvieron de acuerdo, todos menos yo.

Un amigo incluso sugirió organizar una fiesta para celebrar.

No pude evitar preguntarme por qué nueve números marcaron una diferencia tan grande en nuestras experiencias. Meses después de esa reunión, me quedan esa y otras preguntas. Preguntas como: ¿Por qué los estudiantes de familias inmigrantes tienen que superar tantos obstáculos? ¿Por qué se pasó por alto a nuestra familia y nuestra experiencia cuando se implementó esta nueva FAFSA “más fácil”?

Conozco el inmenso privilegio que tengo de cursar una educación superior, gracias al apoyo de mi familia, mi consejero universitario y las instituciones privadas que me ofrecen ayuda financiera. Aún así, a veces la duda aparece como una sombra. Me pregunto por qué me esfuerzo tanto para llegar a la universidad cuando algunos de los procesos que hacen posible la universidad no parecen valorar a personas como yo ni a familias como la mía.

Miriam Galicia es estudiante de último año en The Institute For Collaborative Education y es becaria de Chalkbeat Student Voices 2023-24. En otoño asistirá a Skidmore College. Como futura estudiante universitaria de primera generación, valora la oportunidad de cursar una educación superior que no tuvieron las generaciones anteriores de su familia.

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