La inevitable obligación de todo gobierno es adoptar decisiones. Y cuando se adoptan muchas decisiones es difícil que ocurra algo exigible en política: que se mantenga un mínimo grado de coherencia entre unas decisiones y otras.
En estos seis años en la Moncloa, Pedro Sánchez ha tenido serios problemas para mantener la coherencia en casi todo, al punto de gestionar las incoherencias con un arte primoroso: de negarse a pactar con Podemos a nombrar vicepresidente a Pablo Iglesias; de negarse a llegar a acuerdos con los independentistas a convertir a Esquerra en su socio principal y a firmar documentos con Puigdemont; de negar los indultos y la amnistía a aprobar una cosa y la otra… Y en este plan. Pero el goteo de incoherencias ha dejado de ser un problema electoral para el presidente, hasta convertirse, muy al contrario, en un acicate para sus seguidores: cuanto más se molesta la oposición con las incoherencias, más satisfacen a los fieles, por contraste. En qué consista la incoherencia es indiferente.
Por tanto, la incoherencia, como bandera, se ha demostrado no solo inocua, sino incluso beneficiosa para el incoherente. Cosa distinta es el efecto que pueden tener cuando se trata de política exterior.
Cambiar la doctrina de España sobre el Sáhara Occidental (y, por tanto, sobre el pueblo saharaui), echándose en los brazos del rey de Marruecos, puede tener sentido, aunque rompa la coherencia de décadas y de varios gobiernos de diferente signo. Pero resulta difícil de entender si quien ha tomado la decisión no la explica. Y se sigue a la espera de una explicación.
Buena parte de la izquierda (socios de Moncloa) llevan meses exigiendo coherencia a Pedro Sánchez: si España se suma a Sudáfrica en acusar a Israel de genocidio ante la Corte Internacional de Justicia, ¿por qué no retira al embajador español?, o ¿por qué no romper relaciones? Y, como le exige la oposición, ¿por qué no endurece su postura con el régimen chavista de Venezuela si el Gobierno español considera que Nicolás Maduro ha robado las elecciones? Y se puede añadir el incidente provocado por el Gobierno de México, pidiendo explicaciones en el siglo XXI por lo que ocurrió en el siglo XVI.
Todo esto puede explicarse por la propia naturaleza de la diplomacia: ser cuidadoso con cada decisión que se toma. Pero, siendo así, ¿cómo se explica que Pedro Sánchez retirara a la embajadora en Buenos Aires hace ya cinco meses, y que España siga sin embajador o embajadora en un país hermano como Argentina? ¿Cómo se explica que esa decisión se adoptara por un asunto personal, como son las acusaciones de corrupción del presidente Javier Milei a la esposa de Sánchez, después de haber sido acusado de tomar drogas por el ministro Óscar Puente?