@abrilpenaabreu

Tres adolescentes muertos y cinco hospitalizados son la más reciente prueba del drama de la irresponsabilidad vial, estatal y social que enluta hoy a Santiago. Un drama que, como sociedad, cargamos todos.
Los padres, aunque destrozados por el dolor, forman parte de la tragedia: para estar en la calle se necesita dinero que esos jóvenes no producían, y para conducir un vehículo como arma mortal se necesita permiso, tácito o explícito, de la familia. El Estado también es cómplice: sabe que los centros nocturnos están llenos de menores, que restaurantes sobrios a medianoche se transforman en guaridas de adolescentes “jugando a ser adultos”, y aun así, nada hace.
¿Los establecimientos? Sí y no. La ley prevé prohibir la entrada a menores, pero si no hay régimen de consecuencias, el dueño se excuda en que “parecen adultos” y en que aquí no existe el derecho de admisión real. Resultado: un cóctel mortal de permisividad y ausencia de control.
El video de cómo andaban esos muchachos, “volando bajito” al estilo de Rápido y Furioso, es un recordatorio macabro de lo que pudo haber sido peor: un hogar, un negocio lleno de clientes, una familia entera destruida por el choque. Esta vez fueron tres cruces nuevas en un cementerio; mañana, quién sabe.
Cada editorial sobre estos accidentes se convierte en una gota más en el mar de la información, un eco que se repite cada vez que una familia debe llorar la muerte de su hijo al volante. El verdadero problema es que seguimos siendo un país donde la irresponsabilidad colectiva se maquilla con lágrimas momentáneas… hasta la próxima tragedia.


