Uno de los signos más preocupantes de la realidad dominicana es el descrédito de la clase política. Lo dicen las encuestas y las expresiones de rechazo que se observan en el diario quehacer nacional. Pero no estará lejano el día en que ocurra lo mismo con la clase empresarial, si no se democratizan las organizaciones que la representan.
Muchas entidades empresariales no reflejan las transformaciones de la sociedad dominicana, y a causa de ello no pueden hablar por todo el sector, a despecho de que los gobiernos se sientan en estos ámbitos exclusivistas más cómodos y seguros. La apertura democrática ampliaría la capacidad de presión de esas entidades que han jugado, es justo reconocerlo, un papel muy importante en la discusión de los temas básicos.
Se impone, sin embargo, que sus reclamos de institucionalización y transparencia en el comportamiento del sector público se den también a lo interno de esas organizaciones. Los grupos surgidos en las últimas décadas si bien han logrado espacios en el debate de los grandes temas nacionales, no han alcanzado el reconocimiento de una burocracia empresarial renuente a compartir su hegemonía de clase frente al poder político. La presencia en los escenarios de las grandes discusiones de estos nuevos sectores, fruto de tímidas reformas económicas, todavía es insignificante.
La congelación institucional de la dinámica empresarial terminará debilitando la capacidad negociadora del sector privado frente al gobierno. Y los intereses sectoriales, los choques entre sectores emergentes y los grupos tradicionales, dividirán a los empresarios. El resultado sería un escenario de discusión en que la burocracia política tendría todas las ventajas sobre una clase empresarial y una sociedad civil dispersas que actúan cada cual por su lado, sin posibilidad alguna de fijar las reglas del juego.