La Casa de Alofoke: entre el Coliseo y el Termómetro de la sociedad dominicana

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Por Abril Peña

El reality La Casa de Alofoke se ha convertido en uno de los fenómenos mediáticos más contundentes de nuestra era digital. No se trata solo de un programa: con más de 300 millones de visualizaciones, alcanzando el sexto lugar en entretenimiento en Estados Unidos y posicionando a Santiago Matías como el youtuber número uno del mundo por casi un mes, estamos frente a un hecho sociológico que retrata a la República Dominicana y su relación con la cultura de masas.

Muchos han despreciado a Alofoke por el contenido que promueve, pero en realidad Santiago lo único que hizo fue leer con precisión la sociedad que tenemos y producir lo que esa sociedad consume. No inventó nada: simplemente descubrió el mercado, le dio a las masas lo que querían —“pan y circo”— y transformó eso en negocio rentable.

El Coliseo moderno

La Casa se convirtió en nuestro Coliseo digital: un espacio de masas donde se aplaudió el morbo, la vulgaridad y la hipersexualización como si fueran espectáculos dignos de celebración. Como en la Roma antigua, lo que importaba no era la profundidad del mensaje, sino la capacidad de entretener, provocar y mantener a millones pendientes del próximo giro.

En ese escenario, todos quisieron entrar: políticos, empresarios, marcas, artistas y hasta líderes religiosos. Porque entendieron que, hoy por hoy, la legitimidad no se gana en los debates académicos ni en la prensa tradicional, sino en el escenario de Alofoke, donde se habla el idioma de la mayoría.

El termómetro de la sociedad

Pero además de Coliseo, La Casa de Alofoke fue un termómetro social. No creó la fiebre: solo mostró la temperatura real de un país en el que la vulgaridad es rentable, lo “chopo” está de moda y el camino más corto hacia la fama es el espectáculo de la banalidad.

Ese reality funcionó como un focus group masivo: dejó en evidencia que gran parte de nuestra población se reconoce en lo trivial, lo grotesco y lo inmediato, mientras que el pensamiento crítico y la formación académica se perciben como caminos largos, poco rentables y hasta irrelevantes.

De lo local a lo global

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El fenómeno no es exclusivo nuestro. Los Simpson retrataron la vida obrera norteamericana, con un personaje como Lisa que mostraba lo que podría lograrse con educación, aunque siempre marginada en su propio entorno. Bad Bunny, aunque no encaje en el molde clásico de “gran músico”, es el artista más escuchado del planeta y referente político en Puerto Rico. Tokischa es imagen de marcas de moda de prestigio mundial, y Yailin ocupa portadas internacionales, mientras cantautores más educados y pulidos languidecen en el anonimato.

La conclusión es clara: la cultura global se inclina hacia lo inmediato, lo provocador y lo emocional, no hacia lo profundo ni lo estructurado.

Síntoma y espejo

Más allá de los juicios morales, La Casa de Alofoke es un espejo que refleja lo que somos como sociedad: una colectividad que relativizó sus valores, debilitó la educación y normalizó la vulgaridad como sinónimo de éxito.

Santiago Matías no es el culpable: es el productor que supo leer la fiebre y aprovecharla. La Casa fue, al mismo tiempo, nuestro Coliseo de entretenimiento y nuestro termómetro social.

Por eso el debate no debe centrarse en sancionar ni censurar a Alofoke, sino en preguntarnos: ¿qué hemos hecho como sociedad para que este sea el contenido que mejor nos representa y más nos convoca?

En el fondo, el fenómeno no es la enfermedad, sino el síntoma. Y el síntoma revela, con crudeza, que el país que aspiraba a ser “en vías de desarrollo” corre el riesgo de convertirse en una sociedad que entretiene, pero no educa; que celebra lo trivial, mientras descuida lo esencial.







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