La regia inauguración de la Feria de la paz de Trujillo y de la confraternidad del llamado mundo libre fue algo que en las noticias estremeció los cimientos del país. Faltaban palabras en los periódicos, la radio y la televisión para valorar la magnitud del histórico acontecimiento y faltaban cortesanos para decir todo lo bueno y grande y generoso que era Trujillo. El mismo Trujillo dedicaría un largo discurso emocionado a la incomparable obra de Trujillo. Aquella inauguración de aquel 20 de diciembre de 1955 quedaría seguramente grabada en la memoria de los dominicanos para la eternidad.
El acto de apertura de la titánica empresa fue de un colorido espectacular. Algo deslumbrante, no tanto en los hechos como en los medios de prensa, que convertía lo vulgar en sublime.
Negro Trujillo, el presidente putativo, en presencia del verdadero presidente, cortó una cinta y dejó inaugurado el pandemonio, no sin antes dedicarle la Feria a la bestia, una feria en honor del casi padre de la patria, del generalísimo Trujillo. De inmediato se escucharon los cañones y se escuchó el himno nacional, la salva de veintiún cañonazos. Los multitudinarios viva Trujillo, viva el jefe. Los aplausos atronadores. La audiencia enardecida…Parodiando, sin embargo, a un célebre escritor dominicano, no era Trujillo quien se honraba. Era la Feria.
En la ceremonia estaban representadas las fuerzas vivas de la nación, el cuerpo diplomático, delegados y representantes extranjeros, funcionarios civiles, militares y eclesiásticos, los más encumbrados cortesanos, todo aquel que, como dice Crassweller, significara algo. O lo que significaba significar algo en aquella era de oprobios.
Después de los cañones y del himno y los aplausos habló don Cucho y dijo al generalísimo de todos los ejércitos sus célebres palabras. Dijo maestro, estadista, conductor, apóstol y caudillo, y dijo que Trujillo era el más grande repúblico y gobernante nacido en tierra dominicana.
El nuncio papal, monseñor Salvatore Siino, uno de los más ardientes aduladores y entusiasta colaborador de la bestia, fue el encargado de bendecir la Feria y la bendijo a lo ancho y a lo largo.
De inmediato se procedió a una ceremonia solemne: el seudo presidente Negro Trujillo colocó al inútil y vicioso general Rafael L.Trujillo hijo (Ramfis) la medalla de ascenso al grado de teniente general en reconocimiento a los muy valiosos servicios a la patria, servicios que ni siquiera él conocía, a pesar de que era coronel desde los cuatro años y era general desde los nueve.
Algo que, según la prensa, estremeció a los presentes fue el vibrante discurso de la bestia en honor a sí misma, la fina cortesía de responder a la dedicación de la Feria a su ilustre persona.
Algunas de las muchas cosas megalomaníacas que dijo en ese discurso fueron más o menos las siguientes: que se había convertido en presidente de un pueblo débil y sin identidad nacional, con un territorio indefinido y en pugna, y ahora gobernaba sobre una nación con fronteras delimitadas, a cuyos habitantes había logrado redimir a través de la religión, la cultura y el trabajo. En ningún momento diría, por supuesto que había convertido el país en cárcel y cementerio con la entusiasta colaboración de sus amos del norte.
Nada de lo anterior, sin embargo, causaba tanto revuelo, cuchicheos, cotilleos, chismorreos, ni se comparaba ni llamaba tanto la atención como la gracia, el esplendor que según se dice irradiaba o se supone que irradiaba una agraciada joven a la que todos querían caer en gracia. La hija de la bestia y María Martínez: María de los Ángeles del Sagrado Corazón de Jesús Trujillo Martínez. O mejor dicho, su graciosa majestad Angelita I, reina de la Feria de la paz y confraternidad del mundo libre.
Desde que tenía 14 años, desde cuando asistió a la coronación de la reina Isabel II de Inglaterra, Angelita seguramente había querido ser reina y ahora tenía 16 y ya lo era. Su papito lindo y querido le había comprado un reino y un reinado de cuento de hadas a la niña de sus ojos. Tan complaciente era que también había comprado uno de los mejores veleros del mundo y lo había bautizado con su nombre, el fabuloso yate Angelita, pero también había ordenado la emisión de un sello postal conmemorativo con su efigie y el título de ANGELITA ÚNICA, Reina de La Feria de Paz y Confraternidad del Mundo Libre.
La angelical hija mimada de la bestia, bajo los complacidos ojos de la bestia, presidía sobre todos los presentes y todos las miradas estaban puestas sobre su graciosa persona. Ella, como decía la prensa, en compañía de sus damas (a las que la bestia daría probablemente una probadita), le daba un toque de juventud y de alegría al solemne acontecimiento.
El precio del disfraz de Angelita, el de reina de Feria de la paz, era motivo de los más encendidos comentarios. Dos afamadas modistas italianas fueron elegidas con la encomienda de confeccionar un traje que no tuviera igual en el mundo, y que terminó pareciéndose (de acuerdo con los deseos de Angelita) al que había usado su admirada reina Isabel II de Inglaterra, al igual que la corona.
El resultado fue de cualquier manera impresionante, o más bien despampanante. En presencia de Angelita la única los invitados palidecían, o se obligaban a palidecer, no tenían ojos para contemplar tantas maravillas ni palabras para describirlas. Hay que suponer que era tal el encanto que emanaba de su persona que ningún cortesano se eximía de elogiarla, nadie se privaba de admirarla, de expresar su admiración en alta voz. Nadie, en efecto, quería quedarse sin encomiar sus encantos, sobre todo en presencia del querido jefe. Cuando la bestia se acercaba o estaba cerca aumentaban automáticamente los cumplidos. (En esa época no se parecía a la que después sería mamá de Ramfisito, el aspirante a presidente de lo que queda de la República).
Angelita lucía un traje de ensueño confeccionado por las entonces célebres hermanas Fontana de Roma. Un traje de satén de seda de color blanco, inmaculadamente virginal y blanco, un traje que pretendía ser una obra de arte y en cierto sentido lo era, un traje celestial guarnecido de perlas, salpicado de rubíes, tachonado de diamantes y bordeado con pieles de armiño ruso, sesenta pieles de armiño para protegerse, en caso de necesidad, del inclemente frío de Ciudad Trujillo. Se dice que el traje costó ochenta mil dólares y otros setenta y cinco mil se gastaron en el cetro y en el broche de la reina y en los cetros de las princesas de la reina, que formaban parte de las ciento cuarenta personas que componían el cortejo. En cuanto a la corona, parecida a la de Isabel II, y el increíble collar (y el escudo nacional que Angelita lucía patrióticamente en el pecho), es posible que nadie sepa en qué presupuesto están incluidos. En realidad, el precio del disfraz de reina de la Feria es incalculable, aunque siempre se habló de sumas escandalosas, algo que para la época representaba una fortuna. Lo único cierto es que tanto esplendor y tanto inútil derroche era algo que estaba entre lo extravagante y lo ridículo.
(Historia criminal del trujillato [154])
Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.