La pequeña historia que se relata a continuación es un hecho real. Ocurrió el 9 de agosto de 1974. Por la mañana, dimitió el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, después de dos años de escándalos casi diarios por el caso Watergate. Esa tarde, un ciudadano americano trataba de explicar a un amigo extranjero lo que había ocurrido: “Nixon ha tenido que dimitir porque en mi país no consentimos que un presidente nos mienta”. Quien pronunció esas palabras había votado a Nixon en las elecciones presidenciales de 1968 y también en las de 1972.
Han pasado 50 años de la dimisión de Nixon y ya no rige ese principio de que un político está acabado si miente a sus conciudadanos. Muy al contrario, la mentira se ha convertido en un activo, y quienes la manejan con virtuosismo tienen más posibilidades de acceder al poder y mantenerse.
Un caso paradigmático es el de Donald Trump: delincuente condenado, abusador sexual, misógino, responsable de alentar el intento de golpe que fue el asalto al Capitolio, xenófobo, admirador de dictadores (entre ellos, Putin), profesional del odio, ególatra y, como remate a todo eso, maestro del embuste.
Y lo más representativo de la época en la que vivimos es que todo el mundo sabe que Trump miente siempre. Lo saben, también, las más de 75 millones de personas que lo han elegido como presidente. Y eso hace presumir que algunos de esos votantes (o todos) han elegido a Trump, precisamente, por ser todo eso que es.
Así las cosas, sostener la verdad como un elemento central e inexcusable de la política en democracia se ha vuelto una tarea ciclópea. Si asegurar que los inmigrantes haitianos de Springfield, Ohio, “se comen los perros y los gatos” de sus vecinos, en lugar de expulsarte de la vida pública es un pasaporte hacia la Casa Blanca, nuestro mundo se ha vuelto muy complejo.
Si promover el asalto al Capitolio te hace controlar, a través del voto, el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial (hay mayoría trumpista de seis a tres, entre los magistrados de la Corte Suprema), cuesta imaginar cómo se planta cara a esos casi 75 millones de votantes, si no es mediante una gran movilización electoral de quienes aún tratan de defender la dignidad de la democracia. Pero esa gente no se ha movilizado.
Trump ha logrado en 2024, grosso modo, un millón de votos más que en 2020. Pero Kamala Harris ha obtenido nueve millones de votos menos que Joe Biden. Esta vez han votado siete millones de personas menos que hace cuatro años y, a la vista de los números, todas ellas deben de ser votantes demócratas que se no se han sentido suficientemente concernidos.
Ahora la reflexión no es solo americana. Las democracias liberales están en peligro.