@abrilpenaabreu

En República Dominicana los casos de narcotráfico parecen calcados unos de otros. Un capo asciende, se convierte en empresario de la noche o filántropo del barrio, teje relaciones con políticos, militares y funcionarios, hasta que la presión internacional obliga a su captura. Y ahí ocurre lo mismo: Estados Unidos negocia, el capo coopera, cumple una condena reducida y al final regresa al país a disfrutar de su fortuna, mientras aquí no pasa nada.
Lo vimos con Quirino Ernesto Paulino Castillo, que en 2005 encendió las alarmas al revelar una lista de políticos beneficiados por su dinero. Se esperaba un terremoto judicial, pero nunca llegó. Pasó lo mismo con Figueroa Agosto, cuyos tentáculos en la política y la Policía quedaron en el aire tras su extradición. Hoy lo vemos con César el Abusador, que admitió haber sobornado a militares y funcionarios dominicanos desde 1997 hasta 2019 para mover toneladas de cocaína hacia Puerto Rico, EE.UU. y Europa.
La pregunta es inevitable: ¿por qué nunca pasa nada aquí?
Estados Unidos sí utiliza la información, pero no para limpiar nuestra casa, sino para proteger la suya. Prefiere quitar visas, sancionar discretamente o guardar los expedientes como herramientas de presión política. Procesar a los socios dominicanos significaría desatar un choque diplomático que ni Washington ni Santo Domingo parecen dispuestos a asumir.
Mientras tanto, el mensaje al sistema político y económico es perverso: hacer negocios con narcos sigue siendo rentable y casi nunca tiene consecuencias locales. La amenaza real es perder la visa americana, no la libertad.
Pero la historia enseña que siempre hay una primera vez. Y quizá lo más sensato para quienes jugaron a socios en la sombra es poner sus barbas en remojo. Porque aunque en República Dominicana el polvo del narcotráfico siempre se barre debajo de la alfombra, tarde o temprano las alfombras también se sacuden.
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