El síndrome de la corrupción: un desafío institucional, cultural y ciudadano

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Cada 9 de diciembre, el Día Internacional de la Lucha contra la Corrupción nos enfrenta a una verdad incómoda: la corrupción no es un accidente, es un síndrome. Este síndrome se manifiesta en instituciones débiles, culturas políticas permisivas y sociedades que, por cansancio o resignación, terminan aceptando lo inaceptable e incluso entrando en ciertos niveles de complicidad.

Este fenómeno tiene una incidencia global. De manera casi simultánea, en China condenan a muerte a un exfuncionario por delitos de corrupción; en Bulgaria, protestas sostenidas derriban al Gobierno; en Bolivia, un expresidente enfrenta prisión preventiva. Aunque los contextos son muy distintos, el mensaje que transmiten estos casos es claro: la corrupción tiene consecuencias visibles y disruptivas.

La pregunta incómoda surge cuando miramos hacia dentro. ¿Qué ocurre en República Dominicana cuando parece tan “cuesta arriba” castigar la corrupción? ¿Por qué casos emblemáticos se diluyen en tecnicismos procesales, por qué acciones penales se extinguen sin sanción ejemplar o por qué escándalos de gran magnitud ocupan titulares sin producir quiebres institucionales profundos? ¿Qué le queda a la ciudadanía cuando el sistema parece capaz de procesar el ruido, pero no de producir justicia?

En este punto, el problema deja de ser exclusivamente legal y se vuelve cultural e institucional. La corrupción no persiste solo porque alguien robe, sino porque el entorno lo permite, lo relativiza o lo administra. Como advertía Zygmunt Bauman, las sociedades contemporáneas corren el riesgo de normalizar aquello que debería indignarlas, convirtiendo la excepción en rutina y el escándalo en paisaje. Cuando esto ocurre, el castigo deja de ser disuasivo y la ética pública se debilita.

Desde una mirada institucional, la lucha contra la corrupción no se mide solo por la apertura de expedientes o la espectacularización mediática de los casos. Se mide por la coherencia del sistema: investigación rigurosa, procesos transparentes, sanciones proporcionales y una reparación real del daño. Cuando alguna de estas piezas falla, el mensaje que se transmite es devastador: delinquir puede salir barato.

Jürgen Habermas advierte que la legitimidad democrática no descansa únicamente en el voto, sino en la confianza en que las normas se aplican de manera justa y universal. Sin esa confianza, la esfera pública se erosiona y la ciudadanía se distancia, no por apatía natural, sino por aprendizaje social: “nada cambia”.

Pero la corrupción también es un fenómeno cultural. Jesús Martín-Barbero insistía en que las prácticas sociales no se transforman solo con leyes, sino con narrativas. Y aquí radica uno de nuestros mayores desafíos: durante años hemos contado la corrupción como anécdota, como chisme político o como espectáculo judicial, más que como un problema estructural que afecta servicios públicos, derechos sociales y oportunidades de desarrollo.

Amartya Sen lo plantea con claridad: las instituciones corruptas reducen las libertades reales de las personas. La corrupción se traduce en hospitales que no funcionan, en educación desigual, en territorios abandonados y en desconfianza generalizada. Es, en esencia, una forma de violencia social.

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Entonces, ¿nos queda alguna salida? Se proponen tres vías para echar a andar.

La primera es institucional: fortalecer los sistemas de control, garantizar la independencia judicial, cerrar brechas legales y asegurar que los procesos lleguen a conclusiones creíbles. No basta con iniciar casos; es imprescindible cerrarlos con consecuencias claras. La impunidad, incluso cuando es legalmente argumentada, tiene un costo político y moral enorme.

La segunda es ciudadana: ninguna transformación sostenida ocurre sin presión social informada. No se trata solo de protestar, sino de vigilar, exigir rendición de cuentas y mantener el tema en la agenda pública más allá del ciclo noticioso. La corrupción se alimenta del olvido.

La tercera es cultural y ética: necesitamos desmontar la idea de que “todo el mundo lo hace” o de que la corrupción es un mal inevitable. Esa narrativa agrava el problema. Educar para la integridad, reconocer buenas prácticas y sancionar socialmente el abuso de poder son tareas de largo aliento, pero imprescindibles.

Está bien que sepamos lo que hacen con la corrupción en otros países. Pero lo determinante es precisar qué debemos y podemos hacer en República Dominicana con este síndrome. Y para comenzar, por ahora lo más aconsejable parece ser concentrarnos en el nivel de indignación que todavía somos capaces de sentir… y de sostener.

**REDACCIÓN FV MEDIOS**