REDACCIÓN.- Impulsado por la esperanza de rehacer su vida, Mario Ernesto Jerónimo dejó Azua hace cinco meses y emigró a la capital tras perder a su última familia cercana.

A sus 60 años, la búsqueda de trabajo se volvió una tarea imposible. «Vendí la casa cuando murió mi hermano, y me fui a Santo Domingo porque ya me había quedado solo», relató Jerónimo con voz cansada. Aunque dice tener dos hijos en Estados Unidos, no sabe nada de ellos y no hay comunicación.
Para sobrevivir, recoge y vende botellas, plásticos y cartones en las calles. El cartón lo paga a cuatro pesos el kilo, la botella a uno y medio, y el hierro a diez. Con lo que logra reunir —entre 200 y 300 pesos diarios— cocina con lo que puede, en un fogón improvisado entre la basura.
La historia de Mario es solo una entre muchas.
Franklin Terrero, también oriundo de Azua y de 65 años, vive en la avenida Quinto Centenario, en Santo Domingo. Desde que sufrió un accidente de tránsito hace cuatro años, quedó discapacitado y desde entonces ha hecho de la calle su única morada.
Ricardo Rodríguez, de casi 60 años, se instaló en la acera del hospital Moscoso Puello hace tres meses. Allí llegó buscando atención médica por una infección en la piel y terminó convirtiendo ese espacio en su hogar.
En Los Mina, Ismael Ramos Campos, de 72 años y oriundo de Nagua, pasa sus noches en los bancos de metal de un parque. Durante su juventud, trabajó para mantener a su madre, a su esposa y a sus hijos, pero todos han fallecido.
Según organismos como la ONU y redes europeas contra la pobreza, el lenguaje importa. Recomiendan no usar el término «indigente» porque refuerza estigmas e invisibiliza la complejidad de esta situación. Prefieren expresiones como «personas sin hogar» o «personas sin techo» para poner en primer plano la humanidad de quienes viven esta dura realidad.
Todos estos rostros permanecen bajo el sol, sin techo y muchas veces invisibles para la sociedad. Pero usted puede colaborar: sus historias están ocultas, pero a la vista de todos.


