El vertido en grande de dinero público hacia las arcas partidarias ha pasado a no resistir el balance de resultados beneficiosos para el país, pues en teoría debía cerrar paso a financiamientos espurios en el proselitismo; fundamental en la democracia. Una veda al empleo de recursos sin certificar para que poderosas agendas particulares no logren influencias decisivas sobre áreas del Estado de forma directa o por delegación. A más de que desde la sombra de las ilegalidades, incluyendo las de drogas, se llega a confiar en que altas investiduras públicas funcionarán como coraza contra persecuciones al crimen. Los hechos y notables encausamientos de los últimos años indican que no siempre es así, aunque lo ideal es que los mecanismos que deben impedirlo dejen de fallar tan continuamente. Uno de ellos ha consistido en el propósito de fortalecer financiera, y éticamente también, a los partidos políticos durante las campañas obligándolos a tender un cordón sanitario que sigue haciendo falta para distanciarlos de oscuros pretendientes.
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El imparable encarecimiento de la participación en las elecciones dominicanas obra escandalosamente contra el fin noble de preservar la honorabilidad en la difícil tarea de ganar adeptos; degradada aquí con excesos de promociones a base de mensajes insustanciales, caravaneo y derroches de gastos para generar entusiasmos con promesas y obsequiosidades en vez de argumentos y compromisos bien fundados para ansiadas conquistas sociales.