Cuando la justicia mira hacia otro lado: dos años de burlas y abandono

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@abrilpenaabreu

La historia de Jennifer Ortiz —cuatro denuncias, un agresor identificado y, según denuncia pública, la burla abierta en la calle— no es una anécdota aislada. Es un espejo: un país en el que las órdenes de arresto quedan en papel; la promesa de protección pública se convierte en slogan y la vida de las víctimas depende, demasiado a menudo, de que una cámara o un trending las ampare.

Que un hombre camine durante años “retando” a su víctima, jactándose de que “la policía no hará nada” o que “ni el diablo puede con él”, no es solamente humillación. Es evidencia de fallos institucionales en cadena: investigaciones que no avanzan, fiscalías sobrecargadas o desinteresadas, cuerpos policiales sin seguimiento efectivo y una cultura que, cuando no protege, tolera. A esto se suma un factor aún más corrosivo: la percepción —y a veces la práctica— del contubernio entre quienes debieran impartir justicia y quienes deberían ser investigados.

Hablamos de violencia de género porque, estadísticamente, la mayor parte de las víctimas son mujeres; pero conviene recordar que cuando la víctima es hombre, la dificultad para obtener respuesta institucional se multiplica. En cualquier caso, la clave no cambia: denunciar no puede ser el primer y último remedio. Denunciar debe activar un sistema que proteja, investigue y sancione con rapidez y eficacia.

El problema no se arregla con discursos hermosos ni con campañas que sólo buscan adhesiones en redes. Se arregla con recursos: personal capacitado para proteger a las víctimas, protocolos que se cumplan sin excepciones, unidades especializadas en seguimiento de órdenes de arresto, medidas de protección inmediatas y sanciones ejemplares cuando el Estado falla por omisión o negligencia. También se arregla con transparencia: que las cifras de órdenes emitidas, cumplidas y archivadas sean públicas y auditables.

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Mientras tanto, la frase de moda —“lucha contra la violencia de género”— se convierte en una entelequia. Para muchas víctimas, la alternativa es dramática y brutal: o viralizar —y esperar que la indignación pública mueva a las instituciones—, o asumir que, si el agresor no es detenido, la opción que quede es la autodefensa, con todas las tragedias que ello conlleva. La cárcel se sale, la tumba no.

No basta indignarse: hay que exigir. Exigir a la Policía Nacional, a la Procuraduría, a los tribunales y a los legisladores que los protocolos no sean letra muerta. Exigir que una denuncia active protección real y que las órdenes de arresto no sean papel que respira en un archivo. Exigir, finalmente, que la República Dominicana deje de escuchar discursos y empiece a proteger vidas.







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