Por: Lety Bonnin
Parafraseando el título de la célebre obra de Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, aquí tenemos la crónica de una farsa anunciada. Porque el caso Epstein, con sus listas secretas, testimonios contradictorios y verdades a medias, ya no despierta certezas sino desconfianza.
Lo que debió ser un proceso judicial ejemplar contra quienes abusaron de su poder y su dinero, se ha convertido en un circo donde la justicia se diluye y la verdad se esconde.
Hoy llegan documentos al Congreso de Estados Unidos, mañana aparecen filtraciones, pasado se niegan accesos a expedientes completos. La narrativa oficial se mueve como un péndulo, pero nunca llega a lo esencial: ¿Quiénes son los hombres poderosos, con dinero e influencia, que participaron en crímenes de pedofilia? Eso es lo que realmente importa, lo demás es puro ruido.
Da lo mismo si en esas listas hay demócratas o republicanos. Da igual si aparecen nombres de celebridades, empresarios o expresidentes. Porque este no es un juego de partidos ni de ideologías: hablamos de un crimen atroz que no tiene justificación ni perdón.
Lo que debería estar en el centro del debate —las víctimas, las redes de explotación, los cómplices— queda relegado detrás de titulares diseñados para entretener, confundir o distraer.
Recordemos además que este círculo de especulaciones lo inició Donald Trump y sus fanáticos declarando que existía “una lista” que se publicaría. Desde entonces, la atención mediática ha girado más en torno a rumores y expectativas infladas que a pruebas sólidas. Lo que se prometió como revelación se ha transformado en espectáculo, y lo que debería ser justicia se ha desvirtuado en propaganda.
Para colmo, una de las principales protagonistas, Ghislaine Maxwell, fue acusada de mentir bajo juramento. Si quienes estaban en el centro de la red juegan con la mentira como estrategia de defensa, ¿Cómo puede confiarse en que las piezas que se van conociendo conduzcan a la verdad?
La consecuencia es clara: todo esto ha perdido credibilidad. Cada movimiento parece calculado para encubrir más que para esclarecer. Y en ese encubrimiento no solo se protege a poderosos, también se erosiona la fe ciudadana en las instituciones, en la justicia y en la capacidad de un país de enfrentarse a sus propios monstruos.
Porque lo que queda, tras el ruido de titulares y expedientes incompletos, es la amarga certeza de que los crímenes de pedofilia seguirán impunes. Y eso, más que una crónica, es una vergüenza anunciada.