Hoy me sumerjo en el mundo de la literatura. Recuerdo mi época universitaria, enredado en títulos europeos gracias a la guía de mi amigo Eloy —uno de los periodistas con mayor formación literaria en el país, junto a Eduardo Pérez, Emilia Pereyra y Vianco Martínez—, devorando clásicos entre los matorrales y las baquetas encementadas de la UASD, así como en las habitaciones de mi casa. Recorrí el mundo a través de los clásicos, como aquel viejo teórico con sombrero y sombrilla que buscaba espacio entre las estrecheces materiales de mi hogar materno. Me enfoqué, principalmente, en autores ingleses, franceses, españoles y rusos.
Los rusos se convirtieron en mis preferidos por cómo estilizaban las maravillas y la personalidad de esa región eslava, aún desconocida en gran medida para el mundo occidental. También me aferré a los españoles, con su rica cultura, su bullanga política y sus profundos caminos históricos. A los alemanes, en cambio, los dejé de lado, con apenas algunas incursiones en Thomas Mann, Goethe y algún otro (confieso que he leído más sobre Hitler y la Segunda Guerra Mundial que sobre estos autores).
Los rusos me fascinaron, y mucho. Los leo y releo constantemente. La esencia de esa zona del mundo me encanta, con Tolstói, Chéjov y otros que me han maravillado eternamente. ‘La Guerra y la Paz’ y ‘Ana Karenina’ son mis favoritos; pienso que la Karenina guarda ciertas similitudes con ‘Madame Bovary’, aunque salvando las distancias.

Los franceses, una delicia. ‘Los Miserables’, las obras de Balzac, Camus y otros de su época, son simplemente excepcionales. ‘El Jorobado de Notre Dame’ o ‘Nuestra Señora de París’ me marcó profundamente: cómo un ser humano puede llegar tan lejos por el corazón de una gitana. Feroz.
Respecto a los contemporáneos, los de años más recientes, los he abordado con interrupciones, enfocándome en los españoles tras superar la vieja usanza de Pérez Galdós y sus episodios novelados, la poética republicana de la guerra y el abrazo latino, con Neruda sentado en los cafetines de la legendaria Puerta del Sol.
En su momento, todos, incluido yo, nos entusiasmamos con García Márquez, Juan Rulfo, el derechista Vargas Llosa y las obras icónicas de Juan Bosch, para reseñar este lado del globo llamado Latinoamérica.
Confieso que dejé de lado a los contemporáneos por falta de tiempo, pero en años recientes he querido reivindicarme, gracias a las recomendaciones precisas de Carmen, mi amiga española que me enseñó los sólidos puentes de la amistad transcontinental. Ella me habló de Julia Navarro y otros autores deliciosos. A Navarro la devoré hasta llegar a ‘Dime quién soy’, una obra que me impresionó tanto que estuve dos días sin hablar.
En Netflix descubrí un tesoro: María Dueñas. Sus cinco libros los devoré en parques, librerías, estrechos asientos de aviones, noches en la sierra y en ciudades que apenas conozco. Su último libro, ‘Por si un día volvemos’, me conectó con uno de los escritores de lengua francesa más traducidos en el mundo, originario de la espalda de Europa, nacido en el Sahara argelino: Yasmina Khadra.
De esa espalda poco conocida, y ya liberado en la soberanía de los clásicos, cabalgo aún a lomo de ese autor fascinante con nombre de mujer, comandante y general que escondió su identidad mientras denunciaba, en sus novelas, la industria del secuestro, el terrorismo, la xenofobia y las incursiones militares de Occidente en las culturas milenarias de Asia y Oriente.
Recientemente, me he montado en otros lomos, motivado por saltar las limitadas fronteras editoriales que impone la isla, la escasa bibliografía global y la tardanza en la llegada de los títulos más recientes. Soraya, Yaya, a quien casi nunca le he dicho su nombre real, Soraida, con quien analizaba la literatura en conversaciones infinitas entre los teléfonos 687-3040 y 595-6530, me habló de historias escritas desde laderas mediterráneas que separan el azul del rojo, los pueblos impasibles y los impetuosos, los imperios de pueblos vasallos. Ando tras ellos.
Pero, para no alargar este artículo, una de las recomendaciones literarias contemporáneas más certeras me la dio Yaya: un escritor colombiano, paisa, desconocido para mí hasta entonces: Héctor Abad Faciolince. Marcela, una chica medellinense a quien le encanta tanto el mar que hasta su nombre lo lleva, me lo reforzó. De inmediato, me lancé a por ese autor.
Una de sus novelas más emblemáticas es autobiográfica, surgida de las entrañas de una sociedad que se volvió violenta hasta el día de hoy, resguardada en el arcoíris de una estrategia mercadológica que muestra “amigable” su Antioquia del alma. Describe su infancia, el contexto de Medellín y la muy dolorosa muerte de su padre, el médico social e idealista que llevaba su mismo nombre. Ahora voy a por todas con él: Marcela me recomendó su siguiente obra, ‘Fragmentos de amor furtivo’, donde el literato se libera de la prisión de lo cronológico y hace más libre su camino, página por página. En esa novela, se muestra más literato, más el escritor que ha obtenido premios como el Casa de América Latina de Portugal, WOLA-Duke en Derechos Humanos, a la Mejor Novela Extranjera publicada en China, Casa de América de Narrativa Innovadora de Madrid, Nacional de Cuento en Colombia, Simón Bolívar de Periodismo de Opinión y Beca Nacional de Novela.
En la segunda obra que estoy leyendo, Abad se libera de la cronología y los hechos reales, casi emulando los relatos de ‘Las Mil y Una Noches’, pero con un estilo colombiano, narrando la historia de Rodrigo, atormentado por el amor inseguro de Susana. Es una novela más suelta y creativa.
En esta última travesía, descubrí que es crucial poner el ojo en los contemporáneos (no solo de clásicos vive el hombre) y seguir echando una ojeada a aquellos que escriben desde otras latitudes.
Nada, quería compartir estas reflexiones sin ínfulas de literato o crítico, ni simplemente por echar vainas.
**REDACCIÓN FV MEDIOS**


