“Dos Estados o una nación: el dilema existencial de Israel”

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Dimite Benny Gantz, ministro del Gabinete de Guerra de Israel


En 1917, Arthur Balfour, entonces secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, envió una carta a Lord Rothschild, líder de la comunidad judía británica, destinada a la Federación Sionista. Esta carta, conocida como la “Declaración de Balfour”, expresó el apoyo británico para el establecimiento de un hogar nacional judío en Palestina y se convirtió en un pilar fundamental para la creación del Estado de Israel.

La Declaración de Balfour incentivó la migración de judíos a Palestina, especialmente de aquellos pertenecientes al movimiento sionista, cuyo objetivo era fundar un estado judío independiente, basado en la presencia histórica de los antiguos israelitas en ese territorio que según ellos data de antes de la era cristiana.

El 14 de mayo de 1948, con la retirada británica y en medio de intensos enfrentamientos con la población palestina, los líderes judíos proclamaron la independencia del Estado de Israel. Al día siguiente, una coalición de países árabes atacó la recién creada nación, en un enfrentamiento en el cual Israel salió victorioso. Este conflicto resultó en el desplazamiento de entre 750 mil y un millón de palestinos quienes huyeron, ya sea por temor o coerción, hacia países vecinos y la Franja de Gaza. Los palestinos denominan este suceso la “Nakba” o “Catástrofe.

Este sería el primero de una serie de episodios bélicos entre Israel y sus países árabes vecinos, en los que Israel también resultaría triunfador y los cuales marcarían la relación entre Israel y ellos. Estos enfrentamientos incluyen la Crisis de Suez en 1956, la Guerra de los Seis Días en 1967, la Guerra de Desgaste entre 1967 y 1970, y la Guerra del Yom Kipur en 1973. Además de las tensiones y enfrentamientos que han persistido a lo largo del tiempo entre Israel, Siria, Líbano, Gaza y Cisjordania, alimentados por profundas divisiones y resentimientos.

Las raíces de estos conflictos en la región se encuentran en la “Nakba” y el desplazamiento continuo de la población palestina, el rechazo de la mayoría de los países árabes a la creación del estado de Israel, y la negativa israelí a permitir el surgimiento de un estado palestino, a pesar de las resoluciones de Naciones Unidas, como la 181 de la Asamblea General y la 242 del Consejo de Seguridad.

En adición, desde su creación Israel ha enfrentado una contradicción fundamental que ha moldeado sus relaciones tanto internas como externas. En su declaración de independencia -y en su Ley Básica- Israel se comprometió a ser una nación que garantizaría la igualdad de derechos de todos sus habitantes, sin distinción de credo, raza o sexo. En ambas, Israel también se definió como un estado judío y democrático, destinado a proteger a la comunidad judía. Esta discordancia entre privilegiar a los judíos y los principios democráticos de igualdad para todos sus ciudadanos ha sido una fuente de tensiones internas y externas desde su creación.

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Hoy, Israel se enfrenta a una encrucijada crítica: ¿continuar siendo un estado judío que privilegia a este grupo sobre los demás o avanzar hacia una verdadera democracia que garantice la igualdad para todos sus habitantes, sin importar su credo, raza o sexo? Esto último implicaría transformarse en un estado binacional, lo cual pondría en entredicho su esencia fundacional como estado judío, según lo establecen su declaración de independencia y su Ley Básica.

La realidad es que, sin la creación de dos naciones independientes, una israelí y otra palestina, Israel corre el riesgo de perpetuar un régimen de apartheid. Una política inherentemente violenta y antidemocrática, como lo ha demostrado su accionar en la Franja de Gaza y Cisjordania, la cual erosiona su legitimidad y lo convertiría en un paria ante la comunidad internacional. Esto, claro está, descartando que Israel se proponga la eliminación o el desplazamiento forzoso de los millones de palestinos que hoy habitan en su territorio para construir una patria para los judíos.

La solución de la creación de dos estados cuenta con el apoyo de la comunidad internacional y se vuelve hoy más urgente, dado que casi la mitad de los habitantes que viven dentro de las fronteras actuales de Israel no son judíos, y tienen una tasa de crecimiento poblacional mayor que estos. Además, la convivencia entre judíos y palestinos en un estado binacional se ha vuelto casi irrealizable después de décadas de violencia y tensiones.

¿Que podría garantizar la paz y la convivencia entre estos dos estados después de tanta sangre derramada? Una presencia de largo plazo de la OTAN en Palestina e Israel -similar a la presencia militar que mantiene dicha organización en el Kosovo (KFOR)- para neutralizar las posibles acciones de extremistas de ambos lados que puedan entorpecer el proceso, disuadir posibles agresiones futuras entre ambas naciones y evitar la intervención nociva de actores externos.

Es preciso entender que la presente dinámica de enfrentamientos entre estas dos comunidades semitas, que vivieron juntas en paz durante un largo periodo de la historia, no es sostenible. Y menos aún, la dominación de la población palestina por parte de Israel en los territorios de Gaza y Cisjordania -cuya ocupación fue calificada de ilegal en una opinión consultiva emitida recientemente por la Corte Internacional de Justicia de La Haya- no puede perdurar indefinidamente. Como advertía Diderot: “Solo la autoridad que se funda en la razón es legítima, mientras que el poder que se ejerce únicamente por la fuerza no dura para siempre”.

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