El poetazo – Periódico elCaribe

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Todos los poetas parecen necesitar, en algún momento, que aparezca el desamor para ponerse a escribir su mejor libro

Rigobello llegó al bar muy temprano, tan temprano que las sillas lo recibieron con las patas pa’rriba sobre las mesas. Como si fuese un saludo mutuo bajó una y se sentó. Pensó en lo que tenía que decir esa noche cuando mostraría su libro, un parto de más de nueve meses escribiendo sobre el amor de su vida que había partido como parte el que se va y no vuelve nunca.

No dejó nada, ni siquiera una mirada, una frase, una palabra… nada. Un nada que él convirtió en 90 poemas a ritmo de 10 por mes sin cursilerías vargavilescas, ni frasecitas de manual. Lo suyo no tenía que ver con lunas ni atardeceres rojizos y menos olas que siempre vienen y van, que vuelven, porque eso sí le quedó claro: Claribel no volvería nunca.

Él lo supo, pero no quería creerlo. Entendió perfectamente que democracia y amor no compaginan. Ella era la mitad más uno y se fue. Se fue con el huno de su amigo. Pero a Rigobello no le dolía lo de “su amigo”, le jodía el tiempo perdido en que él tanto le leyó buscándolo con Marcel, quien, finalmente, le aconsejó escribir sus poemas.

¿De qué hablaban esos 90 poemas escritos con lágrimas y un poco de café para que fuesen legibles? ¿Se desahogaba Rigo de un dolor que él nunca esperaba y para lo que no estaba preparado?

¿Sacaba él balance entre la ternura, de él, contra la indiferencia de ella? ¿Le sacaba factura por su dulzura contra la agriedad envuelta en un terrible misterio que siempre la acompañó?

¿La compararía con su madre en los reproches de sus idas con sus amigos a los juegos interminables de ajedrez a los que ella fue en una sola y única ocasión y que se sintió la mujer más aburrida del Universo?
¿Qué quería Claribel que él no le diera? ¿Acaso no la llevaba a todas partes en la parrilla de su bicicleta? ¿Podía ella pedir más?

¿Hablarían sus poemas de las tantas dedicatorias que, como prólogo de un libro, leía antes de cada partido y que su triunfo, él lo atribuía, como amuleto?

Lorca por Mercader.

¿Se referían esos anunciados poemas a la transformación en Romeo que él sufrió para cumplir con todos los caprichos de Julieta? O ¿Tratarían sobre las largas noches repasando con ella sus cursos de hipnotismo por correspondencia que no entendía y que ella estaba convencida que ese era el futuro por la cantidad de imbéciles que ella podía tener como clientes? ¿O simplemente se referirían a la cantidad de veces, por no decir siempre, que ella lo hipnotizaba con tan solo mencionar las dos letras iniciales de su nombre y apellido?

Pero nadie sabía sobre qué bulto de aquel laberinto oscuro que él cruzó acompañado por Claribel, que siempre veía claro, vela en mano como batón de rey. Solo se sabía de su amargura y su afán de seguirle los pasos, no a ella, que él nunca supo su rumbo, sino a Proust, de quien él pensó que pasó por su mismo camino, o al revés.

Cuando la campanita de la puerta sonó se dio cuenta de que la gente empezaba a llegar y que él había olvidado su discurso. Era muy lejos para buscarlo. La cabeza se le nubló como si fuera para diluvio. Él, que era poeta, no podía quedar mal con una improvisación de disparates fruto de su nerviosismo. Él era poeta de sentarse a escribir y tirar al cesto cinco y hasta 10 cuartillas que no eran de su gusto hasta escribir la exacta palabra, la perfecta metáfora, que se confundían con los eufemismos, el verso con las sílabas calculada para el buen ritmo sonoro.

Desesperado subió a la oficina del contable, buscó papel y pluma en vano. Se sentó. ¿Qué hacer? ¿Dos pasos adelante y cinco para atrás?

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Miraba por la ventanilla que dominaba el primer piso. Músicos, amigos, familiares, todos estaban allí entremezclados en saludos alegres, …qué bien te ves, que preciosura tu blusa, mira que si te quise fue por el pelo, oh pero que gordo te has puesto. Oiga ¿y usted dónde se había metido? Cocoteeeeeeco. Co, co, co, co, co, cocoteeeeeco…

Ya tenía que bajar y bajó con su barba descuidada de bandido de western italiano, chaqueta rosada, pantalón verde, zapatos amarillos, corbata papillon azul y un libro largo y verde oliva.

Los músicos rasgaron sus guitarras, los amigos gritaban como si Messi hubiese metido un gol, los familiares asistían a un matrimonio de iglesias, los mozos servían cervezas.

Gracias, gracias, decía la bocina desde el micrófono tembloroso de sus manos.

Entonces él sacó el libro verde de debajo de la axila izquierda como si “jalara” por su colt 45 recortado, el silencio arropó el bar salvo por la excepción de la mosca que quedó atrapada en un vaso que tuvo cerveza. Abrió el libro, Rigobello, no la mosca. Tosió y leyó:

En eso, desde el fondo del bar, se oyó una voz ronca de mujer gritando

-¡Bravo! ¡bravo!… ¡qué poeta! Al tiempo que aplaudía y que contagiaba al resto.

El libro llegó con retraso y Rigobello se sentó, pluma en mano, para escribir la primera dedicatoria…
-¿Nombre?
-Claribel poeta, Claribel.

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