El 29 de junio se celebrará la Solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. Durante esta festividad también se llevará a cabo una ordenación presbiteral en la Arquidiócesis de Santo Domingo según los datos del arte anexo. En este sentido, dedicaremos estas líneas a resaltar la importancia del sacerdocio y lo que significa para el pueblo de Dios, así como a reflexionar sobre su ministerio.
«El sacerdocio es el amor del Corazón de Cristo». Esta definición de San Juan María Vianney es una de las más bellas. No hay otra que mejor sintetice la esencia misma del sacerdocio.
Según las palabras del cura Vianney, es Dios quien «coloca al sacerdote como otro mediador entre el Señor y el pobre pecador». El sacerdote es un hombre ordinario, tomado entre los hombres, para una misión extraordinaria. Es Dios quien invita y la iniciativa es «de Cristo». Los llamados, ya sean pobres o nobles, fuertes o débiles, deben responder libremente a la voz amorosa de Dios.
San Juan María Vianney subraya que el sacerdocio no solo es de Cristo, sino «del Corazón de Cristo». En otra ocasión, el santo menciona que «este sacramento eleva al hombre hasta Dios». ¿Cómo puede el sacerdote mantener esta relación? Con la oración y con los sacramentos, con la Eucaristía y la confesión. La santidad del sacerdote, su grado de identificación con Cristo, se encuentra completamente en este aspecto.
El sacerdocio es un don para los demás. «El sacerdote no es sacerdote para él. No lo es para sí mismo, lo es para todos», decía el cura de Ars. Al acercarse por primera vez a su futura parroquia, el santo francés preguntó a un joven si le podía indicar el camino de Ars. El joven se lo indicó y el santo le respondió: «Tú me has mostrado el camino de Ars, yo te mostraré el camino del cielo». El sacerdocio es para los demás y carece de sentido si no está relacionado con el amor por las almas. El sacerdote verdadero tiene únicamente dos amores: Dios y las almas. A ellos dedica toda su atención. El sacerdote existe para amar al hombre como Cristo le amó, hasta el fin.
El sacerdote vive para hacer visible el amor de Cristo a los hombres. Es un misterio inmenso, como decía el cura de Ars, «el sacerdote solo se comprenderá en el cielo».
El sacerdote realiza un gran sacrificio y renuncia personal para seguir a Cristo y su misión en la Iglesia. Al elegir seguir a Dios y servir a sus fieles, el sacerdote deja atrás muchas comodidades y distracciones del mundo para abrazar una vida de entrega y servicio desinteresado. Este acto de dedicación y amor por Dios y por su comunidad conlleva una felicidad especial y profunda que trasciende las alegrías temporales para alcanzar una plenitud espiritual que solo puede ser comprendida por aquellos que han hecho el mismo compromiso.
La felicidad del sacerdote no proviene de la acumulación de bienes materiales ni de la búsqueda de placeres mundanos, sino de la certeza de estar cumpliendo con la voluntad de Dios en su Iglesia. A cambio de esta entrega total, el sacerdote encuentra una paz interior y una alegría genuina al llevar almas a Cristo que lo llena de significado y propósito. Su vida se convierte en un testimonio vivo de fe y amor que inspira a otros a seguir el camino de la espiritualidad y el servicio desinteresado.
Recordemos que el proceso de formación para ser sacerdote es largo y riguroso, requiriendo años de estudio, reflexión y crecimiento espiritual. Durante este tiempo, los futuros sacerdotes deben profundizar en su conocimiento de la teología, la moral, la historia de la Iglesia y otras materias relacionadas con su vocación. También deben cultivar una vida de oración, meditación y comunidad para fortalecer su relación con Dios.
A pesar de los desafíos y sacrificios involucrados en ser sacerdote, la recompensa de vivir una vida consagrada a Dios y a los demás supera con creces cualquier dificultad. La espiritualidad del sacerdote se nutre de su entrega total a la voluntad divina, encontrando en la oración y en los sacramentos una fuente inagotable de gracia y fortaleza. Su ejemplo de humildad, servicio y amor desinteresado es un faro de esperanza en un mundo lleno de egoísmo y materialismo.
¡Apoyemos a nuestros sacerdotes, oremos por ellos, amémoslos!