El mundo está cambiando, y no es una consigna, es un hecho medible. En distintos países, gobiernos han sido destituidos por su propia población, especialmente por sus jóvenes, cansados de ver a sus dirigentes enriquecerse, censurar la libertad de expresión o gobernar de espaldas a la realidad. Durante mucho tiempo se intentó explicar estos fenómenos desde la cómoda dicotomía de izquierda y derecha. Pero hoy esa explicación se queda corta; la gente no está votando ideologías, la gente está buscando soluciones. Y las está buscando incluso en lugares impensables, con personajes excéntricos, extremos o disruptivos. Porque cuando el hartazgo se acumula, la racionalidad política se debilita y la urgencia manda.
Hace rato que quedó claro que no existen modelos puros de gobierno. Ni el capitalismo más ortodoxo opera sin políticas públicas de corte socialdemócrata, ni las pocas sociedades comunistas que sobreviven son realmente ‘puras’: todas han incorporado rasgos de mercado. Por eso, el debate real hoy no es ideológico. Es profundamente pragmático. Ya ni siquiera se discuten partidos —porque los partidos han perdido identidad—, se discuten candidatos, personas que prometan algo básico: estabilidad, empleo, salud, alimentación, seguridad.

Y aquí aparece el punto más delicado: las poblaciones están comenzando a estar dispuestas a renunciar a libertades a cambio de lo que perciben como certezas. En esta parte del mundo, esa promesa suele ondear desde la derecha. Y en República Dominicana, seamos honestos, todos los partidos con posibilidades reales de poder son conservadores, en mayor o menor medida.
Pero hay una verdad incómoda que ya nadie puede ignorar: con cada funcionario corrupto, con cada caso de narcotráfico, con cada proceso judicial que no ofrece respuestas claras, con cada inequidad que se normaliza, la impotencia social crece. SENASA no es un caso aislado; ahí habrá gente de todos los colores. Los rumores persistentes de narcotráfico van por el mismo palo, y ni hablemos de la percepción de justicia selectiva.
Para colmo de males, ya ningún partido puede reclamar para sí el monopolio de la pulcritud. Al contrario: el escenario que se abre es peligroso, porque el criterio empieza a ser ‘cuál es menos malo’, no cuál es mejor. Y cuando una sociedad entra en ese punto, la historia internacional es clara: las soluciones suelen llegar de forma desesperada.
Volviendo la mirada al mundo como espejo, sabemos cómo termina eso. Por eso, evitarle al país un trance similar no es responsabilidad de un solo sector. Esto interpela a todos: a los partidos políticos, a la justicia, al empresariado y a los gobiernos.
La mesura no es debilidad. La mesura, hoy, es una urgencia democrática.
**REDACCIÓN FV MEDIOS**


