@abrilpenaabreu
Ayer, otra vez, la noticia que nunca debería repetirse: una madre y su hija asesinadas. Una familia destruida. Un país paralizado por segundos. Una niña de apenas siete años que aún lucha por su vida. Y nosotros, de nuevo, haciendo preguntas que los responsables de responder parecen no escuchar.

Este nuevo crimen no es una excepción, es la norma que se ha vuelto rutina. El informe más reciente del Observatorio Político Dominicano registró 73 feminicidios en 2024, casi todos cometidos por parejas o exparejas. Pero no son números: son hogares desarmados, son niños huérfanos —una segunda victimización que el Estado no registra ni acompaña con la seriedad debida— y son comunidades enteras marcadas por la violencia.
El crimen de ayer confirma lo que venimos señalando desde hace años: la violencia feminicida en República Dominicana no es un fenómeno aislado, es un fracaso estructural. Un fracaso de prevención, de seguimiento, de educación emocional, de instituciones que aún operan como si el feminicidio fuera un asunto privado entre adultos y no un problema de seguridad nacional.
Y ese fracaso puede medirse.
Puede medirse en denuncias ignoradas, en órdenes de protección que no se ejecutan, en agresores que amenazan y vuelven a casa como si nada.
Puede medirse en los patrones: rupturas recientes, celos, control, agresores con historial violento.
Puede medirse en la geografía: Santo Domingo, Distrito Nacional, La Vega… las mismas provincias repitiéndose año tras año.
Puede medirse en los horarios: madrugada, noche, hogares sin vigilancia y sin intervención temprana.
Pero lo más doloroso es que también puede medirse en silencio: el silencio de quienes deben actuar antes, no después de los funerales.
El nuevo Código Penal, que por fin tipifica el feminicidio como delito autónomo, llegará en 2026. Pero un artículo en un papel no va a impedir el próximo asesinato. La falta de prevención no se corrige con penas más altas; se corrige con instituciones que funcionen, con datos unificados, con seguimiento real, con protocolos de riesgo, con educación desde la niñez y con un Estado que entienda que una mujer asesinada no es un problema de familia: es un problema de país.
Lo que pasó ayer no puede quedar enterrado junto a sus víctimas.
Que la niña de 7 años que hoy se debate entre la vida y la muerte sea el espejo que nos obligue, de una vez por todas, a mirarnos sin excusas. Porque si ella sobrevive, tendrá que hacerlo en un país donde mataron a su madre y a su hermana. Y porque si el país no cambia, la próxima víctima ya está contada en una estadística futura.
Y nosotros no podemos permitirlo.



