Los múltiples escándalos de corrupción y narcotráfico —de todos los gobiernos, los de antes y los de ahora— demuestran que las manzanas podridas ya no se conforman con comprar impunidad. Antes bastaba con financiar campañas, mantenerse detrás del telón y mover los hilos en silencio. Ahora se cansaron de ser el banco. Decidieron salir del clóset, dejar las bambalinas y buscar los reflectores, sin darse cuenta tal vez de que así también llaman la atención y aceleran la caída de la espada que inevitablemente les alcanzará. Pero no nos engañemos: como el monstruo mitológico al que le cortaban una cabeza y salían dos más, el problema no desaparece. Lo que cambian son los dueños. El negocio continúa igual. Y mientras tanto, la sociedad sigue postergando los cambios que necesita. Los delincuentes siempre buscarán enquistarse en los espacios de respeto y poder, y nosotros se lo permitimos, incluso los validamos. Ya casi nadie paga un costo moral. Atrás quedaron los tiempos en que quien delinquía era un paria social. Hoy dan entrevistas, se vuelven influencers y figuras de opinión, no porque hayan cambiado de vida, sino porque el dinero puede con todo. El Congreso tendrá que mirarse por dentro y limpiarse si quiere crear los controles que impidan que esa podredumbre siga filtrándose. Y la ciudadanía también deberá hacer su parte: recuperar la conciencia. Porque pueblo chico, infierno grande. En cada demarcación todos se conocen, saben quién es quién y, aun así, les votan y les siguen. Habría que preguntarse, entonces: ¿quiénes son peores, los que se imponen con dinero o quienes, sabiendo lo que son, les entregan su confianza? **REDACCIÓN FV MEDIOS**



