Por Luis Ma. Ruiz Pou
En 1962, Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA y símbolo del antiimperialismo latinoamericano, ganó las elecciones presidenciales. Sin embargo, nunca gobernó. Las Fuerzas Armadas, desconfiando de su ideología y temiendo una transformación estructural del país, vetaron su ascenso al poder. El golpe institucional que siguió, liderado por el general Ricardo Pérez Godoy, no solo destituyó al presidente Manuel Prado Ugarteche, sino que anuló los comicios y borró la voluntad popular.

Ese episodio no fue una excepción. Fue el inicio de una tradición política peruana donde el Congreso, las Fuerzas Armadas y los intereses fácticos han operado como filtros de gobernabilidad. Desde entonces, el país ha visto cómo presidentes electos son destituidos, encarcelados o forzados a renunciar, no por el veredicto ciudadano, sino por el cálculo político de quienes controlan las instituciones.
La figura de la “incapacidad moral permanente”, consagrada en el artículo 113 de la Constitución, ha sido utilizada como un comodín para vacar presidentes sin necesidad de pruebas judiciales ni consenso ético. Lo que comenzó como una cláusula excepcional se ha convertido en una herramienta de desgaste y chantaje político.
Desde el año 2000, este artículo se ha estado utilizando en Perú para justificar lo que algunos analistas denominan “golpes de estado congresual” contra varios mandatarios. De acuerdo con dicho artículo, el Congreso tiene la facultad de declarar la presidencia “vacante” por los siguientes motivos: muerte del presidente de la República; incapacidad moral o física permanente, declarada por el Congreso; aceptación de la renuncia por parte del Congreso; salida del territorio nacional sin permiso del Congreso, o no regresar dentro del plazo fijado; destitución, tras haber sido sancionado por alguna de las infracciones mencionadas en el artículo 117 de la Constitución.
Este último punto es clave en el contexto de una eventual destitución: no basta con una decisión política del Congreso, sino que debe haber una sanción previa por infracción constitucional, como las que se detallan en el artículo 117 (por ejemplo, impedir elecciones, disolver el Congreso fuera de los casos permitidos, etc.). Sin embargo, la presidenta destituida Dina Boluarte nunca fue objeto de una sanción por violación a lo que dispone dicho artículo.
No obstante, el Congreso de Perú aprobó de manera exprés con 121 votos a favor de 130 posibles, la moción de vacancia contra la presidenta Dina Boluarte por “incapacidad moral permanente” para enfrentar el embate del crimen organizado en el país. Su abogado alegó que el órgano legislativo violó el debido proceso porque no dio a su representada el tiempo suficiente para presentar su defensa. El derecho a la defensa, y su preparación dentro de un plazo razonable, es un derecho constitucional.
Está verificado que, en Perú, la aplicación pura y simple del artículo 113 de la constitución ha estado creando crisis y grandes falencias institucionales, perjudicando a las grandes mayorías de la sociedad peruana. La reciente caída de la presidenta Boluarte, acusada de “incapacidad moral permanente”, no es una excepción sino parte de un patrón que revela una enfermedad más profunda: la erosión ética de la política como servicio público.
Perú no sufre solo de inestabilidad política; sufre de una cultura institucional que ha normalizado la traición al mandato popular. Cuando la ley se convierte en bisturí para amputar gobiernos incómodos, y el Congreso actúa como tribunal sin ética ni jurisprudencia, la democracia se convierte en simulacro. La vacancia por “incapacidad moral” ya no es un juicio, sino una sentencia sin proceso.
La historia que comenzó con el veto a Haya de la Torre se repite con Boluarte, y probablemente se repetirá con quien venga después, si no se reforma el pacto constitucional y se recupera el sentido ético de la política. No basta con cambiar presidentes: hay que cambiar el modo en que se ejerce el poder. Porque una República que no deja gobernar, no es una República: es una ruina con fachada democrática.
¿Qué ocurre cuando el Congreso, lejos de ser contrapeso, se convierte en verdugo? ¿Qué queda de la democracia cuando la ley se convierte en instrumento de revancha y no de justicia?
10/10/2025
**REDACCIÓN FV MEDIOS**


