Estados Unidos en cuidados intensivos: de la crisis sistémica al fantasma del colapso

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Por Abril Peña

En los últimos años, Estados Unidos ha dejado de ser percibido como el país invulnerable que marcaba la brújula mundial. La superpotencia atraviesa lo que muchos analistas llaman una crisis sistémica: un deterioro simultáneo de instituciones, cohesión social, confianza política y estabilidad económica. La pregunta inevitable es si hablamos de un malestar profundo pero todavía manejable, o si realmente estamos frente a los estertores de un imperio en decadencia.

Violencia política: de los tiroteos al asesinato selectivo

Estados Unidos ya estaba habituado a los tiroteos masivos en escuelas, centros comerciales o espacios públicos. Ahora el fenómeno se ha desplazado peligrosamente hacia los asesinatos con motivación política. En los últimos meses han caído legisladores, líderes locales y hasta figuras nacionales; Donald Trump, durante la campaña, estuvo a punto de perder la vida en un atentado que recordó lo frágil que se ha vuelto el clima interno. La violencia ya no es un estallido aleatorio: está cargada de intencionalidad, ideología y revancha.

El flagelo de las drogas como símbolo de decadencia

La crisis del fentanilo y los opioides es quizás la cara más brutal de la decadencia social. Con más de 100,000 muertes por sobredosis al año, las drogas matan más que los accidentes de tránsito y las armas de fuego combinados. Ciudades como San Francisco o Filadelfia muestran escenas que parecen sacadas de una posguerra: calles tomadas por consumidores, indigencia masiva, servicios desbordados.

Más que una causa aislada, las drogas son síntoma de la impotencia estatal: un país rico, con recursos tecnológicos y financieros ilimitados, incapaz de frenar una epidemia que arrasa a su población más vulnerable.

Instituciones en entredicho

El andamiaje institucional norteamericano, considerado durante décadas modelo mundial, enfrenta tensiones crecientes:

Polarización extrema: republicanos y demócratas se conciben más como enemigos que como adversarios.

Desconfianza ciudadana: la mayoría de la población afirma que el sistema político “no funciona”.

Choque entre poderes: cortes bajo presión, universidades amenazadas con recortes de fondos, prensa señalada como “enemiga del pueblo”.

Federalismo en disputa: estados que desafían al gobierno federal, lo que erosiona la cohesión nacional.

No se trata de una ruptura súbita, pero sí de un desgaste continuo que mina la legitimidad del sistema.

¿Crisis económica o resiliencia?

Aunque EE. UU. sigue siendo la mayor economía del planeta, su deuda pública supera niveles históricos, la desigualdad social crece y los servicios básicos en muchas ciudades se degradan. Para millones de estadounidenses, la experiencia cotidiana contradice el relato de prosperidad: calles inseguras, escuelas en declive, hospitales saturados. Esa brecha alimenta la narrativa del “imperio en decadencia”.

El frente migratorio: bandera y fractura

Si hay un tema que sintetiza la división estadounidense es la migración. La frontera sur se ha convertido en símbolo del caos para unos y de la falta de humanidad para otros. Trump levantó su carrera política sobre la promesa de detener el flujo migratorio y en su segunda presidencia ha redoblado esa apuesta: deportaciones masivas, centros de detención más duros y presión sobre estados para colaborar con el gobierno federal.

El asunto no es solo humanitario o económico; es también identitario. Sectores de la población sienten que ya no reconocen a su propio país, mientras otros defienden que la diversidad es la esencia misma de Estados Unidos.

La fractura se agudiza con medidas de fuerza inéditas: el despliegue de tropas federales en varias ciudades para “contener disturbios” vinculados a la crisis migratoria. Aunque legalmente cuestionado, este tipo de acciones refleja un país donde la línea entre seguridad nacional y control social se difumina.

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El éxodo simbólico: estadounidenses que se van

Aunque no se trata de un fenómeno masivo, cada vez más figuras públicas, profesionales y familias anuncian su decisión de salir de Estados Unidos porque sienten que ya no pertenecen al país que habitan. Artistas, académicos y empresarios lo justifican como rechazo al clima político, a la inseguridad, a la polarización o al deterioro social.

Más que un dato estadístico, este éxodo es un síntoma del malestar: un país que fue destino por excelencia, ahora ve cómo algunos de sus propios ciudadanos lo abandonan en busca de tranquilidad, estabilidad o simplemente coherencia con sus valores.

El fantasma de la censura

La polarización también alcanza a la libertad de expresión. Aunque la Primera Enmienda sigue siendo un muro legal contra la censura estatal, en la práctica se multiplican los intentos de silenciar voces críticas:

Presión sobre universidades que albergan protestas incómodas.

Amenazas de recortar fondos públicos a medios o instituciones que desafían al gobierno.

Campañas sociales y corporativas de “cancelación” que, sin ser dictadas por el Estado, terminan teniendo efectos similares a una mordaza.

El resultado es un clima en el que muchos piensan dos veces antes de hablar, temiendo represalias políticas, laborales o sociales.

¿Colapso real o exageración?

Hablar de colapso total puede sonar exagerado. Las instituciones siguen en pie, la Constitución ofrece contrapesos, y la sociedad civil mantiene capacidad de resistencia. Pero sí es legítimo hablar de crisis sistémica: un proceso prolongado de desgaste que, de no contenerse, podría desembocar en escenarios de ruptura más profundos.

Los expertos señalan que para llegar a un colapso real haría falta una combinación de factores extremos: una crisis económica devastadora, violencia política generalizada, fragmentación territorial o un quiebre institucional definitivo. Ninguno de esos escenarios es inevitable, pero todos parecen hoy más probables que hace apenas una década.

Entre los excesos y el péndulo del orden

La elección de Donald Trump por segunda vez refleja ese péndulo social: tras años de lo que una parte de la población consideraba “excesos” —descontrol migratorio, decadencia urbana, crisis de valores—, millones optaron por la promesa de orden rápido y mano dura. Paradójicamente, esas mismas medidas pueden ahondar la división, alimentar el resentimiento y acelerar la erosión del sistema.

El eco global

El desenlace estadounidense no será un asunto interno. Si la primera democracia moderna se adentra en un ciclo de autoritarismo o fragmentación, el impacto se sentirá en todo el mundo: gobiernos autoritarios encontrarán legitimidad, las alianzas internacionales se debilitarán y la economía global entrará en una tormenta de incertidumbre.

Estados Unidos no está aún en colapso, pero sí en cuidados intensivos. La crisis sistémica es real, visible en las drogas, la violencia política, la polarización, la migración, la salida simbólica de ciudadanos, la amenaza de censura y la degradación institucional. La pregunta ya no es si existe la enfermedad, sino si el país tendrá la capacidad —y la voluntad— de sanar antes de que la infección se convierta en sepsis.







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