Por el periodista Elio Valdez

Desde tiempos antiguos, los pueblos siempre han necesitado creer en algo o en alguien. Esa necesidad de confiar, de tener una guía, ha sido parte de nuestra naturaleza.
Puede ser un líder político, un deportista, una figura empresarial o un referente comunitario. Pero por encima de todos ellos, siempre ha existido una figura que, para muchos, representa un vínculo más profundo: el líder religioso.
A lo largo de la historia de nuestra nación, desde el descubrimiento hasta la fundación de la República, la fe ha estado presente como un pilar moral y espiritual. No solo como una práctica religiosa, sino como un símbolo de esperanza, de consuelo y de orden.
Sin embargo, vivimos tiempos en los que esa fe comienza a desgastarse. No porque la espiritualidad haya perdido valor, sino porque algunos de sus representantes han fallado, y lo han hecho de forma pública, frecuente y dolorosa.
La sociedad puede perdonar muchos errores. A los políticos se les tolera su doble discurso, a los empresarios sus excesos, y a los artistas sus escándalos. Pero cuando quien cae en la falta es un pastor, un sacerdote o un predicador, el golpe es más profundo. La decepción es mayor. La herida, más difícil de sanar.
Hoy vemos cómo líderes religiosos se involucran en escándalos que van desde abusos, corrupción, contradicciones morales o transformaciones personales que desdibujan su antiguo compromiso con los principios que predicaban. Y aunque tienen todo el derecho de vivir sus vidas y reinventarse, lo cierto es que el impacto de su caída no es individual, sino colectivo.
Si es cierto que décadas atrás este tipo de cosas pasaban pero no tan a menudo. Un pastor se mete a la política (tiene todo su derecho) llega a una posición y es un fracaso, un sacerdotes abusado de violar a un menor (en la iglesia católica arrastra este pecado por siglos), un pastor evangélico es arrestado en una fiesta de la comunidad LGBT y Q, un predicador abandona el púlpito y se mete a influencer, una pastora que estaba sin nalgas, fea y vulnerable, ahora aparece en las redes sociales con más nalgas que la Insuperable.
Porque cuando el pueblo ya ha sido defraudado por la política, la justicia, la economía y la educación, la fe se convierte en su último refugio. Si también la fe se tambalea, ¿en qué puede sostenerse la esperanza?
Esto no es un llamado a juzgar ni a señalar con el dedo. Es, más bien, una invitación a cuidar la fe con responsabilidad y coherencia. A recordar que ser líder espiritual no es solo un título, sino un compromiso con la verdad, con la humildad, con el cristianismo y el ejemplo.
Debemos proteger la fe no como una institución, sino como un valor que ayuda a miles a levantarse cada día, a encontrar sentido a sus vidas, a perdonar, a resistir y a creer en un mañana mejor. Porque sin fe, y sin confianza en quienes la representan, corremos el riesgo de caer en el cinismo, en la indiferencia y, finalmente, en el caos moral.
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