Un amigo británico comentó el miércoles por la noche en el US Open: «Ugh, esto es tan americano». Una máquina de humo se encendió cuando Carlos Alcaraz entró al Arthur Ashe Stadium, como si fuera Lady Gaga en el Madison Square Garden. Una vez que comenzó el partido, los 23.000 espectadores conversaron constantemente. «Por favor, intenten mantener sus voces bajas», imploró repetidamente la árbitra serbia con tono exasperado. La multitud neoyorquina hizo caso omiso y siguió parloteando. Con las reglas de asiento relajadas, la gente se levantaba para comprar cócteles incluso en medio de los puntos.
El US Open es notoriamente ruidoso, estridente, irreverente y completamente indiferente a más de un siglo de tradición tenística. Y eso es precisamente lo que lo hace único. He estado en los cuatro Grand Slams: Wimbledon es un lugar rígido donde las camisas deben tener botones y todos actúan con afectación como si estuvieran en el Royal Box junto a Kate Middleton. El Abierto de Australia es alegre pero respetuoso. Roland Garros tiene su encanto pero puede resultar desagradable. El US Open es puro tenis al estilo neoyorquino.

La energía del estadio es tan eléctrica y apasionada que los jugadores frecuentemente se dejan llevar por la atmósfera, dando lugar a dramáticos momentos memorables. Basta recordar a Jimmy Connors, a sus 39 años, incitando a las masas en 1991. Siguiendo esa tradición, el ruso Daniil Medvedev, conocido por su carácter explosivo, parece encontrar en Flushing Meadows su escenario ideal. En su primera final en 2019, mostró el dedo medio a la multitud y luego admitió que sus abucheos lo impulsaron. ¿Qué neoyorquino no entendería esa actitud?
El domingo pasado, Medvedev protagonizó una rabieta épica de siete minutos tras la distracción de un fotógrafo en momento inoportuno. Enfurecido, rompió su raqueta en el banquillo y desafió al árbitro con la actitud de quien discute con un taxista que se niega a ir a Brooklyn a las 3 a. m. Al final, pagó las consecuencias: eliminación en primera ronda y una multa de 42.500 dólares. Esta es la intensa dosis de adrenalina que Queens inocula a los tenistas.
Ese mismo ambiente afectó a la letona Jelena Ostapenko, quien el miércoles regañó a la estadounidense Taylor Townsend por «no tener educación». La resentida Ostapenko se alteró porque Townsend no se disculpó tras ganar un punto con un bote afortunado en la red. «Me dijo que no tengo clase, que carezco de educación y que veré lo que pasa cuando salgamos de Estados Unidos», reveló Townsend en conferencia de prensa. «Estoy deseando que llegue ese momento», añadió.
La queja del jueves del griego Stefanos Tsitsipas también capturó la esencia del tenis norteamericano. Molesto porque el alemán Daniel Altmaier empleó ocasionalmente un saque por debajo del brazo -ese que usan los niños- Tsitsipas le espetó tras perder: «La próxima vez, no te preguntes por qué te golpeo, ¿de acuerdo?». Los espectadores abuchearon al griego. En Estados Unidos, las multitudes adoran la astucia y se valora hacer lo que sea necesario para ganar.
Fue precisamente un audaz e insolente saque por debajo del brazo el que allanó el camino para la histórica victoria del estadounidense Michael Chang, de 17 años, en Roland Garros 1989, uno de los momentos más memorables del tenis. Este tipo de jugada es vulgar, descortés, ingeniosa y tremendamente entretenida. Muy parecido al propio US Open. Tan americano. **REDACCIÓN FV MEDIOS**


