Por qué quiero tanto a Kamala

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Yo quiero mucho a Kamala. La adoro como el fan que daría todo por estar una tarde con Taylor Swift. O como esa madre que calificaría de travesura que su hijo trabajara de sargento en un campo de concentración. 

No la conozco de nada y no soy capaz de enumerar ni un solo logro, acierto o éxito de sus cuatro años como vicepresidenta de los Estados Unidos de Norteamérica. Pero me da igual. Por mí como si se ha pasado este tiempo viendo programas de televisión sobre casas de empeños mientras devoraba patatas fritas en un sofá. Yo seguiría siendo un ultra de Kamala Harris aunque esta señora me obligara a escuchar a Maná cada mañana.

A cambio, solo le pido una cosa. Kamala, por todos los dioses del universo, no nos falles. Rompe el empate que pronostican las encuestas, gánale las elecciones al neoyorquino más disparatado que han dado los tiempos y manda de una vez por todas a Donald Trump al cubo de la historia.

Podrán decirme que exagero, pero es que lo que ocurra en las presidenciales norteamericanas del primer martes de noviembre nos afecta a todos, ya seamos votantes del cinturón del óxido de los estados del Medio Oeste o europeos que se limitan a seguir las elecciones norteamericanas por los periódicos y las televisiones.

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Y sí, temo la posibilidad de que la principal potencia del globo, con permiso de China, sea gobernada por un tipo que es un delincuente convicto que simpatiza con Putin, un xenófobo y misógino que suele lanzar no menos de una decena de mentiras al día y que se piensa que el orden mundial se arregla con un par de tuits. No me gusta que los locos nos gobiernen. Y menos si tienen un maletín nuclear en su despacho.

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